Sabiendo Jesús que todo estaba ya consumado, para que se cumpliera la Escritura, dijo: Tengo sed. Había allí un vaso lleno de vinagre. Sujetaron una esponja empapada en el vinagre a una caña de hisopo y se la acercaron a la boca. Jesús, cuando probó el vinagre, dijo: Todo está consumado. E inclinando la cabeza entregó el espíritu.
¿Cuánto sufrió Jesús en su Pasión y muerte?
La pregunta, sobre todo para los creyentes, es muy dura. Los evangelios, San Marcos en particular, establecen una cronología para la tortura tras la cena pascual, la última que celebró con sus apóstoles: a la hora tercia (comenzaba a las nueve de la mañana) fue condenado, a la sexta (las doce) fue crucificado y a la nona (las tres de la tarde) expiró. La explicación procede de Vicente Balaguer, director y profesor del departamento de Sagrada Escritura de la Universidad de Navarra, quien realiza para el diario ABC el esfuerzo de sumergirse en el relato de los cuatro evangelistas que de una u otra manera contaron cómo fueron aquellos días trágicos para el mundo, que se han dado en llamar Semana Santa en el nuestro. «Todo sucedió en unas 12-14 horas, desde la agonía en el Huerto de los Olivos, las doce, una o dos de la madrugada del Jueves (el canto del gallo es hacia las tres de la madrugada) y que es el comienzo físico de la Pasión, hasta las tres de la tarde del día siguiente, viernes, establece otro estudioso de estos relatos desde su óptica profesional, el catedrático de Fisiología, Santiago Santidrián Alegre, también de la Universidad de Navarra. Era el mes de Nisán, que coincide con los meses de marzo o abril de nuestro calendario.
De la mano de fisiólogos, médicos e historiadores que han abordado intrínsecamente esas horas de sumo martirio y desprendimiento del ser humano repasamos esas vejaciones, golpes y el largo proceso agónico que tuvo que padecer el redentor. Élo mismo se había encargado de anunciarlo y estaba seguro de su muerte para la posterior resurrección y salvación del mundo. «Jesús dio otro grito fuerte y exhaló el espíritu», recogen los evangelios, pero hasta ese momento tuvo que sufrir la flagelación, la humillación de ser escupido por los soldados romanos, el trato como un esclavo cargando la cruz, el dolor de la corona de espinas y la agonía máxima de la crucifixión. Películas y libros como La Pasión de Cristo, han tratado de recrear la dureza sin parangón de estas horas para un ser humano, mas no parece haber un sufrimiento tan extremo y soportable por un organismo como el que se va a contar, y para lo que rogamos no continúe leyendo la persona muy sensible o para la que resulten tormentosas estas explicaciones de lo que Jesús padeció por los hombres.
Han pasado más de dos mil años, y en este tiempo es abultada la documentación científica e histórica que trata de acercarse a los aspectos médicos de la muerte de Jesucristo, que existen ya desde el siglo I. «Con base a los conocimientos de la Fisiopatología del paciente traumatizado, se puede llegar a inferir que Jesús sufrió el más cruel de los castigos, el más inhumano y despiadado de los tratos que puede recibir alguien», escribe desde Barranquilla el médico interno y de cuidados intensivos Rubén Darío Camargo. Históricamente este acontecimiento se inicia durante la celebración de la Pascua Judía. Los escritores sagrados ya plasman lo acaecido en el Huerto de los Olivos o Getsemaní. Aquí, fue tal el grado de sufrimiento moral, que presentó como manifestación somática el sudor de sangre, o hematidrosis, «sudor de sangre que le cubrió todo el cuerpo y corrió en gruesas gotas hasta la tierra» (Lucas, 22,43). Jesús, aún sabiendo lo que le esperaba, manifestó una angustia intensa tal que sudó sangre. A partir de este momento se añadió también el ayuno durante el juicio y todo el suplicio hasta su muerte. Comparte el catedrático de Fisiología Santidrián: «San Lucas, médico, escribe en su evangelio que Jesús sudó sangre y que ésta empapó la tierra del suelo del Huerto. Lo cierto es que describe una hematidrosis, situación extremadamente rara que se ha descrito en personas en las horas previas a una ejecución cierta, irrevocable y extremadamente cruel».
También escribe sobre este calvario físico en la revista «Der Spiegel Historia» el patólogo alemán Frederik Zugibe, quien afirma desde el punto de vista científico: «Fue un conjunto de diferentes causas lo que llevó a Jesús a la muerte. Evidentemente Jesús sentía con tranquilidad cómo sucederían las horas venideras, por ello durante un momento con sus discípulos sudó sangre, algo que los médicos conocen como un claro síntoma de estar bajo un grandísimo estrés o angustia de muerte. Ser apaleado y vejado por los fanáticos, como le ocurrió en casa del sacerdote Caifás, al inicio del jueves, habría inquietado fuertemente a la persona más valiente. Pero mucho más dramática fue la tortura que siguió y que se llevó a cabo con el flagran», una fusta con varias correas de cuero y a cuyos extremos los romanos colocaban trozos de huesos de oveja o bolas de plomo. Y Zugibe equipara: «Es como si a uno le dieran un golpe en las costillas con extrema violencia con un bate de beisbol, provocando un intenso dolor durante semanas».
Los expertos consultados hablan de los 39 latigazos (porque 40 es la cantidad máxima que tolera la ley judía) que recibiría con probabilidad el Salvador. El doctor Zugibe plasma que el tórax y los pulmones sufrieron en este punto grandes daños. La flagelación es la romana, llamada «verberatio», y que se aplicaba solamente a esclavos y soldados rebeldes. Se practicaba con el flagrum (flagelo o azote) y era por sí sola tan brutal que a veces por sí sola ya provocaba el deceso.
El barbarismo no había hecho más que comenzar. Los soldados romanos, que iban escupiéndole para hacer más grande su humillación, le pusieron una corona de espinas (que causan múltiples heridas pequeñas punzantes) y le golpearon la cabeza con una caña. Las palabras de los calumniadores debieron suponer para él la segunda coronación, escriben algunos historiadores del hecho. Para el patólogo germano, «esa coronación sádica se podría comparar a aplicar sobre la carne un atizador de hierro candente». Costumbre romana también para los que habían perdido todos sus derechos ciudadanos era obligarle a cargar la cruz, durante un recorrido de algo más de medio kilómetro, hasta lo alto del monte Gólgota (que en hebreo significaría algo así como «lugar de la calavera» y cuya traducción latina es calvario). La cruz pesaba más de 300 libras o 136 kilos; Jesús cargó con entre 75 y 125 libras del patíbulo en su nuca y se balanceaba sobre sus hombros. Antes se le dio una bebida narcótica que Jesús no quiso probar.
Al ser colgado en la cruz, con clavos de doce centímetros de largo en los talones y muñecas que le sujetaban al patíbulo, «Jesús sufrió los dolores más terribles que conoce la humanidad –remacha Zugibe-, ya que con el más mínimo movimiento en la cruz, el dolor se extendía por todo el cuerpo como un golpe de corriente» y fuertes contracciones. Pese a todo, en la intensidad de la narración de los cuatro evangelios y en los discursos de los apóstoles se percibe la grandeza de Jesús. Así la pone de relieve por ejemplo San Mateo ante la perfidia de sus acusadores, recuerda con sus escritos el profesor Balaguer. Y San Juan como si tuviese plena consciencia y control de su situación. «Los autores sagrados no están interesados tanto en el sufrimiento de Jesús como en su sentido. Por eso, no se encuentran en los textos “valoraciones” del sufrimiento o del dolor. La descripción es muy “sobria”, el material es narrativo, más que descriptivo», avala Vicente Balaguer. Con todo, «el evangelio ofrece suficientes datos para que el lector conozca el sufrimiento de Jesús: habla de la oración, del llevar a Jesús arrestado, de la noche sin dormir, del escarnio, la flagelación, la corona de espinas y así hasta la muerte». Santidrián recoge: «El evangelio no ofrece ningún dato de alteraciones neurológicas ni psíquicas de Jesús; más bien, todo lo contrario: la capacidad de sufrir, perdonar y aceptar la pasión revelan una integridad espiritual, psíquica y neurológica» sin igual. Y eso que «es difícil imaginar más sufrimientro físico y moral», colige.
Desde la óptica médico-fisiológica en exclusiva, los doctores Darío, Zugibe y Santidrián describen que murió deshidratado, que estuvo durante tiempo al borde del shock hipovolémico o colapso, con el cuerpo magullado, cortado y sangrante, con un dolor intenso, ardiente y horrible por el desgarro de los clavos en pies y manos, sintiendo, llegan a decir, como relámpagos atravesando el brazo hacia la médula espinal. En la cruz, la posición de estar clavado hace muy difícil la respiración. Cada movimiento, como un espasmo natural hacia arriba para poder tomar aire, se convertiría en un dolor inescrutable. Los doctores dan su opinión médica acerca de que el efecto principal de la crucifixión era la interferencia con la respiración normal, sobre todo en la espiración muy comprometida, que sería primero diafragmática y muy leve. Se produciría pronto retención de CO2 o hipercapnia. En suma, cada esfuerzo de respiración se volvería fatigoso y eventualmente llevaría a la asfixia, luego al fallecimiento. Tendría además una sed irreparable, fiebre y el dolor derivado por la inflamación alrededor de cada herida abierta por los azotes y los clavos. Con falta de oxígeno, sin respirar bien, el clavado empujaba hacia arriba con los pies para permitir que los pulmones se expandieran, por lo que se escogía entre respirar (hipoxia pulmonar) o dejar caer el cuerpo agotado por el cansancio. Hay muchas teorías distintas sobre la verdadera razón de la muerte física de Jesús. «Incluso la brisa le dolería», ilustran algunos médicos. De todas las muertes, la de la cruz era la más inhumana, suplicio infamante que en el imperio romano se reservaba a los esclavos («servile supplicium», se llamaba).
Y más aún: era costumbre de los romanos que los cuerpos de los crucificados permaneciesen horas en la cruz e incluso una operación bárbara llamada «crurifragium», que era rematar a los ajusticiados, quebrándoles las piernas. Cuando llegaron a Jesús, renunciaron al golpe en las extremidades pero no al de gracia, atravesándole el pecho con una lanza. Salió sangre y agua del costado, por lo que los médicos han determinado aplicando el rigor científico que el pericardio que envuelve el corazón fue traspasado y perforado. El profesor Balaguer recupera a San Pedro: «Israelitas… le matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos. Pero Dios le resucitó rompiendo las ataduras de la muerte, porque no era posible que éste lo retuviera bajo su dominio» (2, 22-24). A partir de su muerte y resurrección, los apóstoles entendieron que en Jesús se habían cumplido aquellos oráculos sobre el Siervo del Señor. San Mateo lo dice expresamente y cita a Isaías 42, 1-4 al recordar cómo actuaba Jesús curando a todos y ocultando su gloria. En el mismo sentido, al narrar la pasión del Señor los evangelistas parece que tienen delante los poemas del Siervo sufriente para mostrar el valor expiatorio de la muerte de Cristo (Mt 26,63; 27, 13-14; e Is 53,7; Mt 27,38 e Is 53,12). En el salmo 22, se relata cómo Jesús entiende su misión y acaba fijando una nota de esperanza: la salvación de todas las naciones. «El grito de Jesús no es pues de desesperación», rescata el director del departamento de Sagrada Escritura de la Universidad de Navarra.
«El siervo doliente calló. Hablaba para enseñar, pero guardó silencio ante el tribunal». Los designios de Dios se cumplen tanto en la Pasión como en la muerte de Jesús, pero también en su resurrección.
Dos mil años después sigue sorprendiendo y enardeciendo al mundo cómo fue condenado por el rechazo mesiánico, por su confesión de que era el hijo de Dios. Isaías escribe: «Resucitará fecundo como la muerte del grano de trigo echado en el surco». Jesús «tomó su cruz» y quiso asumir la condición de cada hombre, a fin de liberarlo del poder de la muerte debido al pecado. Cargó con todos los pecados y culpas con un gesto de amor infinito, su muerte no fue casual, él mismo la había anunciado a sus discípulos para prevenirlos de lo que pudiese originar un suplicio así para ellos y su fe. Por ello no se encontrará en ninguno de los relatos de los evangelistas la presentación de estas horas agónicas como la muerte de un prohombre o como elemento negativo para el porvenir. Burlas, azotes, escupitajos, bofetadas, degradaciones… «Tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, baja de la cruz», le gritaban los fariseos. «Hasta los bandidos que estaban crucificados con él lo insultaban. Ignoraban que estando en vida, anunció: “A los tres días, resucitaré”». Con su muerte sellaba una vida de amor.