La única parábola que tiene nombre propio es la del rico epulón y el pobre Lázaro, y dice así:
«Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino finísimo, y cada día celebraba espléndidos banquetes. Un pobre, en cambio, llamado Lázaro, yacía sentado a su puerta, cubierto de llagas, deseando saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros acercándose le lamían sus llagas.
Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán; murió también el rico y fue sepultado. Estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando sus ojos vio a lo lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno; y gritando, dijo: Padre Abrahán, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en estas llamas.
Contestó Abrahán: Hijo, acuérdate de que tú recibiste bienes durante tu vida y Lázaro, en cambio, males; ahora, pues, aquí él es consolado y tú atormentado. Además de todo esto, entre vosotros y nosotros hay interpuesto un gran abismo, de modo que los que quieren atravesar de aquí a vosotros, no pueden; ni pueden pasar de ahí a nosotros.
Y dijo: Te ruego entonces, padre, que le envíes a casa de mi padre, pues tengo cinco hermanos, para que les advierta y no vengan también a este lugar de tormentos. Pero replicó Abrahán: Tienen a Moisés y a los Profetas. ¡Que los oigan! El dijo: No, padre Abrahán; pero si alguno de entre los muertos va a ellos, se convertirán. Y les dijo: Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, tampoco se convencerán, aunque uno de los muertos resucite».
A este nuevo tiempo, que ayer comenzábamos del Año Litúrgico, se le denomina como CUARESMA, esos 40 días que comenzamos con el Miércoles de Ceniza y la imposición de la misma sobre nuestras cabezas, y termina antes de la Misa de la Cena del Señor del Jueves Santo, y que ahora llama de nuevo a nuestros corazones a una gran reconciliación con Dios. Es el tiempo litúrgico de conversión, para prepararnos a la gran fiesta de la Pascua. Es tiempo para arrepentirnos y confesar nuestros pecados, al mismo tiempo que cambiamos nuestros hábitos y malas costumbres, para ser mejores y poder vivir más cerca de Cristo.
«Un hombre tenía dos hijos. El más joven de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde. Y les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo más joven, reuniéndolo todo, se fue a un país lejano y malgastó allí su fortuna viviendo lujuriosamente. Después de gastar todo, hubo una gran hambre en aquella región y él empezó a pasar necesidad. Fue y se puso a servir a un hombre de aquella región, el cual lo mandó a sus tierras a guardar cerdos; le entraban ganas de saciarse con las algarrobas que comían los cerdos; y nadie se las daba. Recapacitando, se dijo: ¡cuántos jornaleros de mi padre tienen pan abundante mientras yo aquí me muero de hambre! Me levantaré e iré a mi padre y le diré: padre, he pecado contra el Cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros. Y levantándose se puso en camino hacia la casa de su padre.
Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y se compadeció; y corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Comenzó a decirle el hijo: Padre, he pecado contra el Cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus criados: pronto, sacad el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo, y vamos a celebrarlo con un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado. Y se pusieron a celebrarlo.
El hijo mayor estaba en el campo; al volver y acercarse a casa oyó la música y los cantos y, llamando a uno de los criados, le preguntó qué pasaba. Este le dijo: Ha llegado tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado por haberle recobrado sano. Se indignó y no quería entrar, pero su padre salió a convencerlo. El replicó a su padre: Mira cuántos años hace que te sirvo sin desobedecer ninguna orden tuya, y nunca me has dado ni un cabrito para divertirme con mis amigos. Pero en cuanto ha venido este hijo tuyo que devoró tu fortuna con meretrices, has hecho matar para él el ternero cebado. Pero él respondió: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero había que celebrarlo y alegrarse, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado».
Cuentan que un hombre ya mayor se retiró un buen día a vivir en soledad, en lo más alto de una montaña. Hasta allí acudían muchas personas que querían consultar alguna cosa, pero el ermitaño siempre decía estar ocupado.
Un buen día, un caminante le preguntó:
– No veo que tengas nada a qué dedicarte. No tienes más que tu ropa y una cama hecha con hojas de los árboles. ¿En qué inviertes todo el tiempo? ¿Por qué dices estar tan ocupado?
El anciano se volvió y respondió con serenidad:
– Tengo muchos animales que cuidar y vigilar. Tú no los ves, pero debo entrenar dos halcones y dos águilas, tranquilizar constantemente a dos conejos, disciplinar a una serpiente, motivar día tras día a un burro y domar a un fiero león…
– Pero ¿dónde están todos esos animales?- volvió a preguntar el hombre.
– Dentro de ti- dijo el ermitaño señalando con su dedo al visitante- Y dentro de mí…
Ante la cara de asombro del hombre, el ermitaño le explicó:
– Mis dos halcones se lanzan sobre todo lo que ven, son muy curiosos, pero debo impedir que se lancen sobre lo malo y se queden solo con lo bueno. Son mis ojos. Y las águilas tienen unas garras muy poderosas. Podrían hacer mucho daño, por eso debo entrenarlos para que no hagan mal a nadie… son mis manos.
Y sí, mis dos conejos son muy asustadizos. En cuanto se encuentran con una dificultad, intentar dar media vuelta o buscar un camino alternativo para no enfrentarse al problema. Se ponen muy nerviosos, y debo tranquilizarlos. Son mis pies.
Ahora bien, el animal que más quebraderos de cabeza me trae es la serpiente… la tengo encerrada en una jaula, y en cuanto sale de ella, intenta morder a alguien ante el menor descuido. Tengo que tener mucho cuidado porque su mordedura es venenosa… Es mi lengua.
El pobre burro anda todos los días quejándose. Es muy tozudo porque dice estar cansado y tengo que convencerle cada día de que puede seguir con su trabajo. Es mi cuerpo. Y por último, pero no menos importante… está el león. Es muy fiero y cuesta domesticarlo. Llevo años intentándolo, pero en cuanto creo que ya está conseguido, vuelve a rugir con fuerza. Es vanidoso y siempre piensa que es el rey. Es mi ego. Ya ves, no me queda tiempo para nada más… por eso estoy tan ocupado.
El viajero bajó la montaña y les contó su historia a todos.
Moraleja: «No olvides que entre tus tareas diarias está la de controlar todos tus defectos»