«Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia –como lo había prometido a nuestros padres– en favor de Abrahán y su descendencia por siempre. .»
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos.
Amén.
La Solemnidad y Festividad de la Asunción de la Virgen María
El 15 de agosto, la Iglesia celebra la solemnidad litúrgica de la Asunción de la Virgen María en cuerpo y alma a los cielos. Este dogma de fe, venerado y profesado como misterio de la fe cristiana por el pueblo fiel durante siglos, fue proclamado en 1950 por el Papa Pío XII.
La fiesta de la Asunción significa que la Virgen María, al término de su peregrinación terrena y en virtud de su contribución a la historia de la salvación como Madre del Redentor, fue liberada por la gracia de Dios de la corrupción del sepulcro y elevada en cuerpo y alma a los cielos, donde está y actúa como mediadora entre Dios y los hombres.
Historia de la solemnidad litúrgica
La Asunción de la Virgen María es una de las fiestas marianas que más hondamente han calado en la piedad del pueblo cristiano. En ella celebramos la glorificación y el triunfo de María y nuestra certeza de que, al final de su vida, la Virgen no conoció la corrupción del sepulcro, sino que fue asunta inmediatamente al cielo en cuerpo y alma.
Esta certeza es tan antigua como la misma Iglesia. Ya en el siglo II, se celebraba en Jerusalén una fiesta en el mes de agosto en torno al sepulcro vacío de María en Getsemaní. En el siglo IV se construye allí un santuario que, según testimonios fidedignos, era el más visitado después del Santo Sepulcro del Señor.
La primera referencia oficial a la Asunción se halla en la liturgia oriental; en el siglo IV se celebraba la fiesta con el nombre de «El Recuerdo de María», que conmemoraba la entrada al cielo de la Virgen María y donde se hacía referencia a su Asunción. Esta fiesta en el siglo VI fue llamada la «Dormitio» (Dormición de María), donde se celebraba la muerte, resurrección y asunción de María. En el siglo VII el nombre pasó de «Dormición» a la forma como la conocemos en estos momentos, «Asunción». Los relatos apócrifos sobre la asunción de María aparecen aproximadamente desde el siglo IV y V. Siendo el más difundido y posiblemente uno de los más antiguos en el oriente bizantino el Libro de San Juan Evangelista…
Sin embargo, la doctrina de la Asunción de María no fue desarrollada sino hasta el siglo XII donde aparece el tratado “Ad Interrogata”, atribuido a San Agustín, el cual aceptaba la asunción corporal de María. Santo Tomás de Aquino y otros grandes teólogos se declararon en su favor.
En 1849 llegaron las primeras peticiones a la Santa Sede de parte de los obispos para que la Asunción, se declarara como doctrina de fe; estas peticiones aumentaron conforme pasaron los años. Cuando el Papa Pío XII consultó al episcopado en 1946 por medio de la carta “Deiparae Virginis Mariae”, la afirmación de que fuera declarada dogma fue casi unánime.
“Después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces y de invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María, su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para aumentar la gloria de la misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que La Inmaculada Madre de Dios y siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrenal, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo”.
Con estas palabras, el Papa Pío XII, el 1º de noviembre de 1950, en la Constitución Munificentisimus Deus, proclamaba el Dogma de la Asunción de María a los Cielos.
La importancia de la Asunción para nosotros, hombres y mujeres de comienzos del Tercer Milenio de la Era Cristiana, radica en la relación que hay entre la Resurrección de Cristo y la nuestra.
La presencia de María, mujer de nuestra raza, ser humano como nosotros, quien se halla en cuerpo y alma ya glorificada en el Cielo, es eso: una anticipación de nuestra propia resurrección.
Las razones fundamentales para la definición del dogma
Estas son las razones fundamentales por las que Su Santidad el Papa Pío XII presentó para ello:
- La inmunidad de María de todo pecado: La descomposición del cuerpo es consecuencia del pecado, y como María, careció de todo pecado, entonces Ella, estaba libre de la ley universal de la corrupción, pudiendo entonces entrar prontamente, en cuerpo y alma, en la gloria del cielo.
- Su Maternidad Divina: Como el cuerpo de Cristo se había formado del cuerpo de María, era conveniente que el cuerpo de María participara de la suerte del cuerpo de Cristo. Ella concibió a Jesús, le dio a luz, le nutrió, le cuido, le estrecho contra su pecho. No podemos imaginar que Jesús permitiría que el cuerpo, que le dio vida, llegase a la corrupción.
- Su Virginidad Perpetua: como su cuerpo fue preservado en integridad virginal, (toda para Jesús y siendo un tabernáculo viviente) era conveniente que después de la muerte no sufriera la corrupción.
- Su participación en la obra redentora de Cristo: María, la Madre del Redentor, por su íntima participación en la obra redentora de su Hijo, después de consumado el curso de su vida sobre la tierra, recibió el fruto pleno de la redención, que es la glorificación del cuerpo y del alma.
La Asunción es la victoria de Dios confirmada en María y asegurada para nosotros. La Asunción es una señal y promesa de la gloria que nos espera cuando en el fin del mundo nuestros cuerpos resuciten y sean reunidos con nuestras almas.
La Asunción es un mensaje de esperanza que nos hace pensar en la dicha de alcanzar el Cielo, la gloria de Dios y en la alegría de tener una madre que ha alcanzado la meta a la que nosotros caminamos.
Este día, recordamos que María es una obra maravillosa de Dios. Concebida sin pecado original, el cuerpo de María estuvo siempre libre de pecado. Era totalmente pura. Su alma nunca se corrompió. Su cuerpo nunca fue manchado por el pecado, fue siempre un templo santo e inmaculado.
También, tenemos presente a Cristo por todas las gracias que derramó sobre su Madre María y cómo ella supo responder a éstas. Ella alcanzó la Gloria de Dios por la vivencia de las virtudes. Se coronó con estas virtudes.
La maternidad divina de María fue el mayor milagro y la fuente de su grandeza, pero Dios no coronó a María por su sola la maternidad, sino por sus virtudes: su caridad, su humildad, su pureza, su paciencia, su mansedumbre, su perfecto homenaje de adoración, amor, alabanza y agradecimiento.
María cumplió perfectamente con la voluntad de Dios en su vida y eso es lo que la llevó a llegar a la gloria de Dios.
En la Tierra todos queremos llegar a Dios y en esto trabajamos todos los días. Esta es nuestra esperanza. María ya ha alcanzado esto. Lo que ella ha alcanzado nos anima a nosotros. Lo que ella posee nos sirve de esperanza. Tuvo una enorme confianza en Dios y su corazón lo tenía lleno de Dios.
Ella es nuestra Madre del Cielo y está dispuesta a ayudarnos en todo lo que le pidamos.
La fiesta de la Asunción es “la fiesta de María”, la más solemne de las fiestas que la Iglesia celebra en su honor. Este día festejamos todos los misterios de su vida.
Es la celebración de su grandeza, de todos sus privilegios y virtudes, que también se celebran por separado en otras fechas.
En la Tierra todos queremos llegar a Dios y por este fin trabajamos todos los días, ya que ésa es nuestra esperanza. María ya lo ha alcanzado. Lo que ella ya posee nos anima a nosotros a alcanzarlo también.
María tuvo una enorme confianza en Dios, su corazón lo tenía lleno de Dios. Vivió con una inmensa paz porque vivía en Dios, porque cumplió a la perfección con la voluntad de Dios durante toda su vida. Y esto es lo que la llevó a gozar en la gloria de Dios. Desde su Asunción al Cielo, Ella es nuestra Madre del Cielo.
El dogma de la Asunción
Se refiere a que la Madre de Dios, luego de su vida terrena fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celestial.
Este Dogma fue proclamado como hemos dicho por el Papa Pío XII, el 1º de noviembre de 1950, en la Constitución Munificentisimus Deus, con las palabras remarcadas anteriormente.
Ahora bien, ¿por qué es importante que los católicos recordemos y profundicemos en el Dogma de la Asunción de la Santísima Virgen María al Cielo? El Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica responde a este interrogante: «La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos».
Más aún, la Asunción de María en cuerpo y alma al cielo es un Dogma de nuestra fe católica, expresamente definido por el Papa Pío XII hablando «ex-cathedra». Y … ¿qué es un Dogma? Puesto en los términos más sencillos, Dogma es una verdad de Fe, revelada por Dios (en la Sagrada Escritura o contenida en la Tradición), y que además es propuesta por la Iglesia como realmente revelada por Dios.
En este caso se dice que el Papa habla «ex-cathedra», es decir, que habla y determina algo en virtud de la autoridad suprema que tiene como Vicario de Cristo y Cabeza Visible de la Iglesia, Maestro Supremo de la Fe, con intención de proponer un asunto como creencia obligatoria de los fieles católicos.
El Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica nos lo explica así, citando a Lumen Gentium 59, que a la vez cita la Bula de la Proclamación del Dogma: «Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del Cielo y elevada al Trono del Señor como Reina del Universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte».
Y el Papa Juan Pablo II, en una de sus Catequesis sobre la Asunción, explica esto mismo en los siguientes términos: «El dogma de la Asunción afirma que el cuerpo de María fue glorificado después de su muerte. En efecto, mientras para los demás hombres la resurrección de los cuerpos tendrá lugar al fin del mundo, para María la glorificación de su cuerpo se anticipó por singular privilegio» (JP II, 2-julio-97).
«Contemplando el misterio de la Asunción de la Virgen, es posible comprender el plan de la Providencia Divina con respecto a la humanidad: después de Cristo, Verbo encarnado, María es la primera criatura humana que realiza el ideal escatológico, anticipando la plenitud de la felicidad, prometida a los elegidos mediante la resurrección de los cuerpos» (JP II , Audiencia General del 9-julio-97).
Continúa el Papa: «María Santísima nos muestra el destino final de quienes `oyen la Palabra de Dios y la cumplen’ (Lc. 11, 28). Nos estimula a elevar nuestra mirada a las alturas, donde se encuentra Cristo, sentado a la derecha del Padre, y donde está también la humilde esclava de Nazaret, ya en la gloria celestial» (JP II, 15-agosto-97)
También, y en este sentido, lo afirmó Benedicto XVI en 2011, «María, el arca de la alianza que está en el santuario del cielo, nos indica con claridad luminosa que estamos en camino hacia nuestra verdadera Casa, la comunión de alegría y de paz con Dios”.
Asimismo, el Papa Francisco señaló en 2013 que “esto no significa que esté lejos, que se separe de nosotros; María, por el contrario, nos acompaña, lucha con nosotros, sostiene a los cristianos en el combate contra las fuerzas del mal”.
Los hombres y mujeres de hoy vivimos pendientes del enigma de la muerte. Aunque lo enfoquemos de diversas formas, según la cultura y las creencias que tengamos, aunque lo evadamos en nuestro pensamiento, aunque tratemos de prolongar por todos los medios a nuestro alcance nuestros días en la tierra, todos tenemos una necesidad grande de esa esperanza cierta de inmortalidad contenida en la promesa de Cristo sobre nuestra futura resurrección.
Mucho bien haría a muchos cristianos oír y leer más sobre este misterio de la Asunción de María, el cual nos atañe tan directamente. ¿Por qué se ha logrado colar la creencia en el mito pagano de la reencarnación entre nosotros? Si pensamos bien, estas ideas extrañas a nuestra fe cristiana se han ido metiendo en la medida que hemos dejado de pensar, de predicar y de recordar los misterios, que como el de la Asunción, tienen que ver con la otra vida, con la escatología, con las realidades últimas del ser humano.
El misterio de la Asunción de la Santísima Virgen María al Cielo nos invita a hacer una pausa en la agitada vida que llevamos para reflexionar sobre el sentido de nuestra vida aquí en la tierra, sobre nuestro fin último; la Vida Eterna, junto con la Santísima Trinidad, la Santísima Virgen María y los Ángeles y Santos del Cielo. El saber que María ya está en el Cielo gloriosa en cuerpo y alma, como se nos ha prometido a aquellos que hagamos la Voluntad de Dios, nos renueva la esperanza en nuestra futura inmortalidad y felicidad perfecta para siempre.
Hay varias preguntas que habitualmente nos preguntamos y que ya alguna de ellas, han sido contestadas en lo dicho en lo párrafos anteriores pero que ahora, de nuevo lo detallamos tras cada una de las preguntas.
¿Murió la Santísima Virgen María?
Es sabido que la muerte no es condición esencial para la Asunción. Y es sabido, también, que el Dogma de la Asunción no dejó definido si murió realmente la Santísima Virgen. Ya había para entonces, discusión sobre esto entre los Mariólogos, y Pío XII prefirió dejar definido lo que realmente era importante: que María subió a los Cielos gloriosa en cuerpo y alma, soslayando el problema de si fue asunta al Cielo después de morir y resucitar, o si fue trasladada en cuerpo y alma al Cielo sin pasar por el trance de la muerte, como todos los demás mortales (inclusive como su propio Hijo).
Juan Pablo II, en una de sus Catequesis sobre el tema, nos recordaba que Pío XII y el Concilio Vaticano II no se pronuncian sobre la cuestión de la muerte de María. Pero aclara que “Pío XII no pretendió negar el hecho de la muerte; solamente no juzgó oportuno afirmar solemnemente, como verdad que todos los creyentes debían admitir, la muerte de la Madre de Dios”. (JP II, 25-junio-97) Sin embargo, algunos teólogos han sostenido la teoría de la inmortalidad de María, pero Juan Pablo II nos dice al respecto, “Existe una tradición común que ve en la muerte de María su introducción en la gloria celeste”. (JP II, 25-junio-97) Se refiere posiblemente a que la Asunción gloriosa de María, después de su muerte y resurrección, reúne un apoyo inmensamente mayoritario entre los Mariólogos.
Los argumentos en favor de la muerte de María se pueden dividir seguramente en tres: según la Tradición Cristiana (incluyendo el Arte Cristiano), según la Liturgia, según la razón teológica y por la utilidad de la muerte.
1. Según la Tradición Cristiana: El testimonio de la Tradición dice que sobre todo a partir del Siglo II es abrumador a favor de la muerte de María. Inclusive la misma Bula de Pío XII Munificentissimus Deus (sobre el Dogma de la Asunción), aunque no propone como dogma la muerte de María, nos presenta este dato interesantísimo sobre la muerte de María en la Tradición de la Iglesia: “Los fieles, siguiendo las enseñanzas y guía de sus pastores … no encontraron dificultad en admitir que María hubiese muerto como murió su Unigénito. Pero eso no les impidió creer y profesar abiertamente que su sagrado cuerpo no estuvo sujeto a la corrupción del sepulcro y que no fue reducido a putrefacción y cenizas el augusto tabernáculo del Verbo Divino” (Pío XII, Bula Munificentissimus Deus, cf. Doc. mar. 801).
Otro punto más es que “Hasta el Siglo IV no hay documento alguno escrito que hable de la creencia de la Iglesia, explícitamente, acerca de la Asunción de María. Sin embargo, cuando se comienza a escribir sobre ella, todos los autores siempre se refieren a una antigua tradición de los fieles sobre el asunto. Se hablaba ya en el Siglo II de la muerte de María, pero no se designaba con ese nombre de muerte, sino con el de tránsito, sueño o dormición, lo cual indica que la muerte de María no había sido como la de todos los demás hombres, sino que había tenido algo de particular. Porque, aunque de todos los difuntos se decía que habían pasado a una vida mejor, no obstante para indicar ese paso se empleaba siempre la palabra murió, o por lo menos `se durmió en el Señor’, pero nunca se le llamaba como a la de la Virgen así, especialmente, y como por antonomasia, el Tránsito, el Sueño”.
Son muchísimos los Sumos Pontífices que han enseñado expresamente sobre la muerte de María. Entre éstos, nuestro Papa San Juan Pablo II, quien, en su Catequesis del 25 de junio de 1997, titulada por el Osservatore Romano “La Dormición de la Madre de Dios”, nos da más datos sobre la muerte de María en la Tradición:
Santiago de Sarug (+521): “El coro de los doce Apóstoles” cuando a María le llegó “el tiempo de caminar por la senda de todas las generaciones”, es decir, la senda de la muerte, se reunió para enterrar “el cuerpo virginal de la Bienaventurada”.
San Modesto de Jerusalén (+634), después de hablar largamente de la “santísima dormición de la gloriosísima Madre de Dios”, concluye su “encomio”, exaltando la intervención prodigiosa de Cristo que “la resucitó de la tumba” para tomarla consigo en la gloria .
San Juan Damasceno (+704), por su parte, se pregunta: “¿Cómo es posible que aquélla que en el parto superó todos los límites de la naturaleza, se pliegue ahora a sus leyes y su cuerpo inmaculado se someta a la muerte?”. Y responde: “Ciertamente, era necesario que se despojara de la parte mortal para revestirse de inmortalidad, puesto que el Señor de la naturaleza tampoco evitó la experiencia de la muerte. En efecto, El muere según la carne y con su muerte destruye la muerte, transforma la corrupción en incorruptibilidad y la muerte en fuente de resurrección”.
No es posible, además, ignorar el Arte Cristiano, en el que encontramos gran número de mosaicos y pinturas que han representado la Asunción de María, tratando de hacernos ver gráficamente el paso inmediato de la “dormición” al gozo pleno de la gloria celestial, e inclusive algunos, del paso del sepulcro a la gloria, siendo asunta al Cielo.
2. Según la Liturgia: El argumento litúrgico tiene gran valor en teología, según el conocido aforismo orandi statuat legem credendi, puesto que en la aprobación oficial de los libros litúrgicos está empeñada la autoridad de la Iglesia, la cual iluminada por el Espíritu Santo, no puede proponer a la oración de los fieles fórmulas falsas o erróneas.
Y desde la más remota antigüedad, la liturgia oficial de la Iglesia recogió la doctrina de la muerte de María. Hay dos oraciones “Veneranda nobis…” y “Subveniat, Domine …” , las cuales estuvieron en vigor hasta la declaración del Dogma (1950) que recogen expresamente la muerte de María al celebrar la fiesta de su gloriosa Asunción a los Cielos. Las oraciones posteriores a la declaración del Dogma, por razones obvias, no aluden a la muerte.
Así decía la oración “Veneranda nobis”: “Ayúdenos con su intercesión saludable, ¡oh, Señor!, la venerable festividad de este día, en el cual, aunque la santa Madre de Dios pagó su tributo a la muerte, no pudo, sin embargo, ser humillada por su corrupción aquélla que en su seno encarnó a tu Hijo, Señor nuestro”.
La Iglesia, pues, tanto la Griega, como la Latina, creyeron siempre, no solamente como posible, sino como regla, en la muerte de María, y en las más antiguas Liturgias de ambas Iglesias se encuentra siempre la celebración y el recuerdo de la muerte de María, con el nombre de la Dormición, Sueño o Tránsito de Nuestra Señora. Porque eso sí: si creían que realmente la Virgen había muerto, indicaban con esa denominación, no usada comúnmente para todas las muertes, que la de la Virgen había tenido algún carácter especial y extraordinario, que es precisamente el de su resurrección inmediata y Asunción a los Cielos.
Y como dicen los críticos, aun protestantes … ya en el Siglo VI era absolutamente general la creencia en la Asunción de María, tal cual lo demuestran las antiquísimas liturgias de todas las Iglesias que tienen, al menos desde el siglo IV, establecida la Fiesta de la Dormición de María.
3. Según la razón teológica: Juan Pablo II dice: “¿Es posible que María de Nazaret haya experimentado en su carne el drama de la muerte? Reflexionando en el destino de María y en su relación con su Hijo Divino, parece legítimo responder afirmativamente: dado que Cristo murió, sería difícil sostener lo contrario por lo que se refiere a su Madre” (JP II, 25-junio-97).
Cristo, el Hijo de Dios e Hijo de María, murió. Y ¿puede ser la Madre superior al Hijo de Dios en cuanto a la muerte física? Es cierto que la Santísima Virgen María, habiendo sido concebida sin pecado original (Inmaculada Concepción) tenía derecho a no morir. Pero, nos decía Juan Pablo II: “El hecho de que la Iglesia proclame a María liberada del pecado original por singular privilegio divino, no lleva a concluir que recibió también la inmortalidad corporal. La Madre no es superior al Hijo, que aceptó la muerte, dándole nuevo significado y transformándola en instrumento de salvación. ” (JP II, 25-junio-97)
Sin duda alguna, María hubiera renunciado de hecho a ese privilegio para parecerse en todo, hasta en la muerte y resurrección, a su Divino Hijo Jesús. María Santísima nunca tuvo pecado, por el privilegio de Dios de su Inmaculada Concepción, por consiguiente, no estaba sujeta a la muerte, como no lo estaba Jesucristo; pero también Ella tomó sobre sí nuestro castigo, nuestra muerte.
4. Por la utilidad de la muerte: La muerte de María nos sirve de ejemplo y consuelo. María debió morir para enseñarnos a bien morir y dulcificar con su ejemplo los supuestos terrores de la muerte. Los recibió con calma, con serenidad, aún más, con gozo, mostrándonos que no tiene nada de terrible la muerte para aquéllos que en la vida han cumplido la Voluntad de Dios.
Dice Juan Pablo II: “María, implicada en la obra redentora y asociada a la ofrenda salvadora de Cristo, pudo compartir el sufrimiento y la muerte con vistas a la redención de la humanidad”. (JP II, 25-junio-97) “La experiencia de la muerte enriqueció a la Virgen: habiendo pasado por el destino común a todos los hombres, es capaz de ejercer con más eficacia su maternidad espiritual con respecto a quienes llegan a la hora suprema de la vida”. (JP II, 25-junio-97)
¿De qué murió la Virgen María?
Muchos teólogos indican que no parece que la Virgen María muriera de enfermedad alguna, como tampoco de vejez muy avanzada, ni por accidente violento claramente referida a martirio, ni por ninguna otra causa que por el amor ardentísimo consumiera su corazón.
No creamos que esta afirmación de que el amor a Dios haya sido la causa del fallecimiento (¿o desfallecimiento?) de María, sea una ilusión poética, producto de una piedad ingenua y entusiasta para con la Santísima Virgen. No. Esta enseñanza se funda en testimonios de los Santos Padres, quienes dejaron traslucir con frecuencia su pensamiento sobre este particular.
San Alberto Magno afirmaba: “Creemos que murió sin dolor y de amor”. Y a San Alberto le siguieron otros como el Abad Guerrico, Ricardo de San Lorenzo, San Francisco de Sales, San Alfonso María de Ligorio y otros muchísimos.
Juan Pablo II nos decía sobre las causas de la muerte de la Madre de Dios: “Más importante es investigar la actitud espiritual de la Virgen en el momento de dejar este mundo”. Y entonces se apoya en San Francisco de Sales, quien considera que la muerte de María se produjo como un ímpetu de amor. En el Tratado del Amor de Dios habla de una muerte “en el Amor, a causa del Amor y por Amor” <Tratado del Amor de Dios, Lib. 7, 12-14> (JP II, 25-junio-99).
Alastruey, quien en su Tratado de la Virgen Santísima afirma: “La Santísima Virgen acabó su vida con muerte extática, en fuerza del divino amor y del vehemente deseo y contemplación intensísima de las cosas celestiales”.
Y nuevamente Juan Pablo II quien aclara aún más este punto: “Cualquiera que haya sido el hecho orgánico y biológico que, desde el punto de vista físico, le haya producido la muerte, puede decirse que el tránsito de esta vida a la otra fue para María una maduración de la gracia en la gloria, de modo que nunca mejor que en este caso la muerte pudo concebirse como una `dormición’” Más tarde, basándose en la Tradición para tratar este tema, el Papa nos aclara aún más este maravilloso suceso: “Algunos Padres de la Iglesia describen a Jesús mismo que va a recibir a su Madre en el momento de la muerte, para introducirla en la gloria celeste. Así, presentan la muerte de María como un acontecimiento de amor que la llevó a reunirse con su Hijo Divino, para compartir con Él, la vida inmortal. Al final de su existencia terrena habrá experimentado, como San Pablo, y más que él, el deseo de liberarse del cuerpo para estar con Cristo para siempre”. <cf. Flp. 1, 23> (JP II, 25-junio-97)
Otro ilustre Mariólogo, Garriguet, nos describe más detalles sobre la vida y la dormición de la Madre de Dios: “María murió sin dolor, porque vivió sin placer; sin temor, porque vivió sin pecado; sin sentimiento, porque vivió sin apego terrenal. Su muerte fue semejante al declinar de una hermosa tarde, como un sueño dulce y apacible; era menos el fin de una vida que la aurora de una existencia mejor. Para designarla la Iglesia encontró una palabra encantadora: la llama sueño o dormición de la Virgen”.
Pero es el elocuentísimo predicador francés del siglo XVI-XVII, Bossuet, Obispo de Meaux, quien en su Sermón Segundo sobre la Asunción de María nos describe con los más bellos detalles qué significa morir de amor y cómo fue este maravilloso pasaje de la vida de la Madre de Dios.
“El amor profano es quejumbroso y está diciendo siempre: languidezco y muero de amor. Pero no es sobre este fundamento en el que me baso para haceros ver que el amor puede dar la muerte. Quiero establecer esta verdad sobre una propiedad del Amor Divino. Digo, pues, que el Amor Divino, trae consigo un despojamiento y una soledad inmensa, que la naturaleza no es capaz de sobrellevar; una tal destrucción del hombre entero y un aniquilamiento tan profundo en nosotros mismos, que todos los sentidos son suspendidos. Porque es necesario desnudarse de todo para ir a Dios, y que no haya nada que nos retenga. Y la raíz profunda de tal separación es esos tremendos celos de Dios, que quiere estar solo en un alma, y no puede sufrir a nadie más que a Sí mismo, en un corazón que quiere amor. (Amarás a Dios sobre todas las cosas. Si alguno ama a su padre o a su madre o a sus hermanos más que a Mí, no es digno de Mí).”
“Ya podemos comprender esta soledad inmensa que pide un Dios celoso. Quiere que se destruya, que se aniquile todo lo que no es El. Y, sin embargo, se oculta y no da a ninguno un punto de donde asirlo materialmente, de tal modo que el alma, desprendida por una parte de todo, y por otra, no encontrado aquí el medio de poseer a Dios efectivamente, cae en debilidades y desfallecimientos inconcebibles. Y cuando el amor llega a su perfección, el desfallecimiento llega hasta la muerte, y el rigor hasta perder la vida.”
“Y he aquí lo que da el golpe mortal: es que el corazón despojado de todo amor superfluo es atraído con fuerza al solo bien necesario, con una fuerza increíble y, no encontrándolo, muere de congoja. `El hombre insensato’ -dice San Pablo- `no entiende estas cosas y el sensual no las concibe; pero nosotros hablamos de la sabiduría entre los perfectos y explicamos a los espirituales los misterios del espíritu’. Digo, pues, que el alma, desprendida de todo anhelo de lo superfluo, es impulsada y atraída hacia Dios con una fuerza infinita, y es esto lo que le da la muerte; porque , de un lado, se arranca de todos los objetos sensibles, y por otro, el objeto que busca es tan inaccesible aquí, que no puede alcanzarlo. No lo ve sino por la fe, es decir: no lo ve; no lo abraza, sino en medio de sombras y como a través de las nubes, es decir, que no tiene de dónde asirlo. Y el amor frustrado se vuelve contra sí mismo y se hace a sí mismo insoportable.”
“Yo he querido daros alguna idea del amor de la Santísima Virgen durante los días de su destierro y la cautividad de su vida mortal. No, no; los Serafines mismos no pueden entender, ni dignamente explicar, con qué fuerza era atraída María a su Bien Amado, ni con qué violencia sufría su corazón en esta separación. Si jamás hubo algún alma tan penetrada de la Cruz y de este espíritu de destrucción santa, fue la Virgen María. Ella estaba, pues, siempre muriendo, siempre llamando a su Bien Amado con un anhelo mortal”.
“No busquéis, pues, almas santas, otra causa de la muerte de la Santa Virgen. Su amor era tan ardiente, tan fuerte, tan inflamado, que no lanzaba un suspiro que no debiera romper todas las ligaduras de esta vida mortal; no enviaba un deseo al Cielo que no hubiera debido arrastrar consigo su alma entera. Os he dicho antes, cristianos, que su muerte fue milagrosa, pero me veo obligado a cambiar de opinión: su muerte no fue el milagro, el milagro estuvo en la suspensión de esa muerte, en que pudiera vivir separada de su Bien Amado. Vivía, sin embargo, porque esa era la determinación de Dios, para que fuese conforme con Jesucristo su Hijo crucificado por el martirio insoportable de una larga vida, tan penosa para Ella, como necesaria para la Iglesia. Pero como el Divino Amor reinaba en su corazón sin ningún obstáculo, iba de día en día aumentándose sin cesar por el ejercicio, creciendo y desarrollándose por sí mismo, de modo que al fin llegó a tal perfección, que la tierra ya no era capaz de contenerla. Así, no fue otra causa de la muerte de María que la vivacidad de su amor”.
“Y esta alma santa y bienaventurada atrae consigo a su cuerpo a una resurrección anticipada. Porque, aunque Dios ha señalado un término común a la resurrección de todos los muertos, hay razones particulares que le obligan a avanzar ese término en favor de la Virgen María”.
¿Dónde murió La Virgen María?
Para responder a esta pregunta habría que responder primero ¿Dónde vivía la Santísima Virgen cuando tuvo lugar su muerte?
La más antigua y general tradición de la Iglesia señala que María había vivido en Jerusalén en los últimos años de su vida. Sin embargo, hubo algunos que emitieron la opinión que la Virgen había vivido en Éfeso y que allí había muerto.
Con respecto de Éfeso, es conocido por muchos turistas la llamada “Casita de la Virgen”, donde supuestamente habría vivido la Madre de Dios con San Juan al final de su vida en la tierra y donde, por lo tanto, habría muerto.
La historia de este sitio comienza recientemente, a fines del siglo 19, cuando se descubrieron cerca de Éfeso las ruinas de una capilla que en la antigüedad, llevaba el nombre de “Puerta dela Toda Santa”, posiblemente dedicada a la Virgen, y que se encontraba adosada al monte Bulbul-Dag (Monte del Ruiseñor). Seguramente fuera el propietario quien hizo correr la voz de que las ruinas eran de una casita en la que habitara María con San Juan al final de su vida y que por consiguiente allí habría tenido lugar la Asunción. Por supuesto, nada de esto se ha podido comprobar y tienen en si poco rigor. Hoy en día lo de Éfeso, son unas ruinas reconstruidas en piedra, donde muestran a los turistas cada aposento de la casa y cada sitio donde supuestamente tuvo la muerte, la Asunción, etc.
Son unos cuantos los argumentos en favor de Éfeso, pero la gran generalidad de la tradición eclesiástica señala a Jerusalén como el sitio donde la Virgen vivió sus últimos días en la tierra. Y el argumento principal a favor de Jerusalén es la cronología del Nuevo Testamento. Por la Sagrada Escritura, sabemos que San Juan no fue a Éfeso sino mucho después de la muerte de San Pablo, por allá en el año 67. Por otro lado, María tenía 15 años cuando dio a luz al Salvador y 48 cuando murió Jesús en la cruz. Si hubiera ido a Éfeso cuando fue San Juan (año 67) para ese momento hubiera tenido más de 82 años. A esta edad habría que añadir los años que pasara en Éfeso. Entonces habría muerto María casi de 90 años de edad según esa teoría.
La Tradición de los Padres de la Iglesia señala el final de los días de María en la tierra entre los 63 y los 69 años de edad. Con esto se deduce que no fue con San Juan a Éfeso, ni vivió allí nunca, sino que murió en Jerusalén unos 15 años después de la muerte de Jesús, cuando San Juan todavía estaba en Jerusalén evangelizando, junto con San Pedro y San Felipe, las ciudades de Palestina.
Es cierto que San Juan saldría de vez en cuando de Jerusalén. Es por ello que San Pablo no lo consigue allí en su primera visita a esa ciudad en el año 43 o 44. San Pablo nos dice que sólo encontró allí a Pedro y Santiago. (cfr. Gal. 1, 18-20). Sin embargo, sabemos que San Juan, una vez llegado a Éfeso, no volvió a salir de esa zona. Así que no pudo haber estado en Efeso en ocasión de esa visita de Pablo a Jerusalén. El mismo San Pablo nos relata que cuando por segunda vez fue a Jerusalén en el año 50, es decir, 15 años después de su primera visita, sí encontró a Juan en Jerusalén (cfr. Gal. 2, 1 y 9). Fue en esa segunda visita cuando tuvo lugar en la Ciudad Santa la gran Asamblea de los Apóstoles, antes de que éstos se dispersaran por el mundo entero conocido hasta el momento. (cfr. Hech. 15)
¿Existe realmente el sepulcro de la Virgen María?
Averiguar el lugar dónde fue sepultada la Santísima Virgen tiene sobre todo valor histórico y arqueológico, fundamentado únicamente en la fe humana. Recordemos que el Dogma de la Asunción sólo nos obliga a creer que María está en cuerpo y alma en el Cielo, aunque no tome en cuenta si hay un sepulcro, si éste está vacío, o inclusive si el sepulcro está en ese lugar o en otro.
Sin embargo, como por Tradición Apostólica sabemos que la Asunción tuvo lugar en el sepulcro de María, no pareciera ocioso tratar de dilucidar también dónde fue enterrada la Madre de Dios. Sabemos, entonces, que María vivió sus últimos días en Jerusalén. Pero, cabe preguntarnos ¿se conoce también el lugar preciso donde acaeció su “dormición”?
A esto se puede contestar que sí. La tradición señala como el lugar de la muerte el Monte Sión, en el célebre Cenáculo donde Jesús instituyó la Sagrada Eucaristía. Esta edificación, como otras de las familias pudientes de la época, tenía varios departamentos: uno de ellos había sido cedido por la dueña, María, madre de Juan Marcos, a María, la Madre de Jesús y al Apóstol Juan, a quien Jesús le había confiado en la cruz el cuido de su Madre, por lo que podemos concluir, entonces, que ése sería el lugar del tránsito de María. En cuanto al sitio de la sepultura, el sepulcro de María Santísima es uno de los muchos que había en Getsemaní, al pie del Monte Olivete.
Ambas cosas están muy bien documentadas en Las Actas de San Juan (año 160-170), atribuidas falsamente a San Prócoro, uno de los siete primeros Diáconos, discípulo de San Juan; otras dos obras atribuidas también falsamente a San Ignacio mártir (año 365). Ambos documentos, sin tener intención expresa de hacerlo, señalan que María vivió en el Monte Sión.
Además nos presenta como sustentación de esta realidad una carta, que sí es auténtica, la cual data del año 363, escrita por Dionisio el Místico (quien no se debe confundir con Dionisio el Areopagita, discípulo de San Pablo), la cual nos trae un relato de la Asunción, en la que se define el lugar: “Los Apóstoles, inflamados enteramente en Amor de Dios, y en cierto modo arrebatados en éxtasis, lo cargaron cuidadosamente (el cuerpo muerto de María Santísima) en sus brazos, según la orden de las alturas del Salvador de todos. Lo depositaron en el lugar destinado para la sepultura en el lugar llamado Getsemaní …”
Nos traen, además, otros testamentos apócrifos, de valor histórico y arqueológico, entre los cuales destaca uno muy convincente: la reseña de la peregrinación que hizo San Arnulfo al Monte Sión, redactada por un monje escocés, llamado Adamnano en el año 670, en la que se ve un plano rudimentario de la Basílica de Sión, en el cual se lee: Hic Sacta Maria obiit (Aquí murió Santa María). La Basílica de Sión había sido levantada en el siglo IV y estaba ubicada en el flanco sur del Santo Cenáculo, encerrando con su construcción las antiguas dependencias que habitaran la Virgen y San Juan, y, sobre todo, los lugares sagrados de esa edificación.
Es interesante notar que sobre la vivienda última de María ha habido ciertas discusiones y opiniones diversas. Pero nunca las hubo acerca del lugar de su sepultura, por lo que podemos decir que el lugar de su Asunción gloriosa al Cielo fue Getsemaní.
En los tiempos de Jesucristo, el Monte Olivete estaba separado del Monte Sion por un estrecho vallecito, recorrido en toda su longitud por la barranca del Cedrón, la cual estaba casi seca la mayor parte del año. A orillas de la barranca, al pie del Monte Olivete, estaba el Huerto de Getsemaní (Huerto de los Olivos), donde Jesucristo solía ir a orar por las noches cuando se encontraba en Jerusalén y donde precisamente fue aprehendido por los soldados la noche anterior a su crucifixión.
La facilidad con que Jesús entraba a aquel jardín ha hecho suponer a algunos historiadores que el lugar era propiedad de la familia de su Madre. Sabemos que los judíos acostumbraban a tener sus sepulcros en sus mismas propiedades. Sabemos que Jesús fue una excepción: su cuerpo fue enterrado en un sepulcro propiedad de José de Arimatea, ubicado al pie del Gólgota, donde fue la Crucifixión, debido a la rapidez con que hubo que enterrar su cuerpo por el apuro de la fiesta del «Sábado» (cfr. Jn. 38-42).
Los Apóstoles y demás miembros de la comunidad cristiana naciente comenzaron a venerar los sitios santificados por Jesús y por su Madre, cuando vivieron en la tierra: el Cenáculo, el huerto de Getsemaní, la cima del Olivete, donde tuvo lugar la Ascensión de Jesucristo al Cielo; la Vía Dolorosa que va desde Sión al Calvario, el Gólgota, etc. Señalaron todos estos lugares, pero muy especialmente los sepulcros de Jesús y de María.
Sabemos que en el año 70 tuvo lugar la destrucción de Jerusalén, anunciada con todos sus detalles por Jesucristo, de manos de las tropas romanas. Estas levantaron verdaderas murallas de piedra alrededor de la ciudad. Talaron gran parte del Monte Olivete y abrieron fosos y trincheras, lo cual dio por resultado que las entradas de los sepulcros de Getsemaní quedaran bloqueadas y sepultadas bajo ruinas y escombros, como quedó toda Jerusalén. Creen algunos que de lo poco que quedó en pie fue el Cenáculo.
Posteriormente el Emperador Adriano, más bien favorable a los judíos, reconstruyó la ciudad, pero haciendo de ella una ciudad netamente pagana. Así, rellenó y niveló las depresiones que rodeaban al Monte Sión, además de hacer construir un templo a Venus en el sitio del sepulcro de Jesucristo.
Parece que el sepulcro de María escapó a la reconstrucción y a su consiguiente profanación, porque estaba oculto bajo la tierra cuando se hizo el relleno de nivelación.
Cuando Constantino apoyó y promovió la Iglesia, y su madre Santa Elena se ocupó de restaurar y adornar los lugares santos, descubrió el Santo Sepulcro del Señor, en donde encontró la verdadera cruz, y levantó sobre éste una gran Basílica. Hizo lo mismo con el Cenáculo, sobre el cual construyó la Basílica de la Dormición. Sobre el sepulcro de María, no se dice nada en esa ocasión, pero algunos suponen que sí se ocupó de éste Santa Elena, por un asunto de estilo en la construcción: el sepulcro de María está, como pueden verlo los peregrinos que van a Tierra Santa, separado de la roca por una rotonda semejante a la del sepulcro de Jesucristo.
En el siglo V comienza a haber testimonios escritos que hablan del sepulcro de María. Uno de éstos, Breviarius de Hierusalem, de un autor anónimo, al describir los Santos Lugares del valle del Cedrón, escribe lo siguiente: “Allí se ve la Basílica de Santa María y en ella está su sepulcro. Allí entregó Judas a Nuestro Señor Jesucristo.”
¿En dónde fue la Asunción de la Virgen María?
Como por Tradición Apostólica sabemos que la Asunción tuvo lugar en el sepulcro de María, podemos concluir, por todo lo dicho en el capítulo anterior, que la Asunción tuvo lugar en el mismo sitio donde Jesús fue apresado antes de su Pasión y Muerte; es decir, en el Huerto de Getsemaní, donde oró así al Padre la noche antes de morir: “Padre, si es posible que pase de Mí esta prueba, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”
¿Cómo fue la Asunción de la Virgen María?
Seguramente, en el momento mismo en que el alma santísima de María se separó del cuerpo, que en esto consiste la muerte, entró inmediatamente en el Cielo y quedó, por decirlo así, el alma incandescente de gloria, en grado incomparable, como correspondía a la Madre de Dios y a la elevación de su gracia. Su cuerpo santísimo, mientras tanto, sería llevado al sepulcro por los discípulos del Señor.
Una antigua tradición, fundada en el argumento de la Madre también parecerse en esto a su Hijo, nos señala que el cuerpo de María estuvo en el sepulcro el mismo tiempo que el de Cristo. Es decir, que poco tiempo después de haber sido sepultado, el cuerpo santísimo de la Santísima Virgen resucitó también como el de Jesús.
La resurrección se realizó sencillamente volviendo el alma al cuerpo, del que se había separado por la muerte. Pero como el alma de María, al entrar de nuevo a su cuerpo virginal, no venía en el mismo estado en que salió de él, sino incandescente de gloria, comunicó al cuerpo su propia glorificación, poniéndolo también al nivel de una gloria incomparable.
Teológicamente hablando, la Asunción de María consiste en la resurrección gloriosa de su cuerpo. Y, en virtud de esa resurrección, comenzó a estar en cuerpo y alma en el Cielo. Alguna teoría contradice una diferenciación que se ha hecho con frecuencia entre la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo y la Asunción de su Madre al Cielo. Si la Ascensión fue hecha por el Señor por su propio poder, la Asunción de María requiriera la ayuda de los Ángeles, para Ella, y así poder ascender. La diferencia, entonces, entre la Ascensión de Cristo y la Asunción de María radica en que Cristo hubiera podido ascender al Cielo por su propio poder, aun antes de su muerte y gloriosa resurrección, mientras que su Madre no hubiera podido hacerlo antes de que hubiera tenido lugar su propia resurrección. Sin duda alguna, irían con Ella, todos los Ángeles del Cielo, aclamándola como su Reina y Señora.
¿Hay alguna cosa sobre la Asunción de la Virgen María en las Sagradas Escrituras?
Sabemos, por supuesto, que la Asunción de la Santísima Virgen no aparece relatada, ni mencionada en la Sagrada Escritura como tal, pero puede estar indicada de forma fehaciente.
Son muchos los Teólogos y de gran renombre por cierto, que han afirmado y creen haberlo probado que implícitamente sí se encuentra, tanto en el Nuevo como en el Antiguo Testamento la revelación de este hecho, pues, si no hay una revelación explícita en la Sagrada Escritura acerca del hecho de la Asunción de María, tampoco hay ni la más mínima afirmación o advertencia en contrario, y por consiguiente, si la razón humana, discurriendo sobre alguna otra verdad cierta y claramente revelada, deduce legítimamente este privilegio de Nuestra Señora, tendremos necesariamente que admitirlo como revelado en la misma Sagrada Escritura de modo implícito.
Existe, por cierto, un precedente autorizado por la Iglesia, de una verdad considerada como revelada implícitamente. Se trata del misterio de la Inmaculada Concepción, el cual el Papa Pío XI declaró como dogma, a finales del siglo XIX y reconoció esta verdad como revelada implícitamente al comienzo de la Escritura, en Génesis 3, 15, cuando Dios anunció que la Mujer y su Descendencia aplastarían la cabeza de la serpiente infernal. Y esto no hubiera podido suceder si María no hubiera estado libre de pecado original, pues de no haber sido así, hubiera estado sujeta al yugo del demonio.
Esto mismo hizo el Papa Pío XII en la definición del Dogma de la Asunción. La Asunción de la Virgen María al Cielo, que ha sido aceptada como verdad desde los tiempos más remotos de la Iglesia, es un hecho también contenido, al menos implícitamente en la Sagrada Escritura.
Los Teólogos y Santos Padres y Doctores de la Iglesia han visto como citas en que queda implícita la Asunción de la Virgen María, las mismas en que vieron a la Inmaculada Concepción, porque en ellas se revelan los incomparables privilegios de esa hija predilecta del Padre, escogida para ser Madre de Dios. Así quedaron estrechamente unidas ambas verdades: la Inmaculada Concepción y la Asunción.
He aquí algunas de las citas y de los respectivos razonamientos teológicos:
“Llena de gracia” (Lc. 1, 26-29) : Dios le había concedido todas las gracias, no sólo la gracia santificante, sino todas las gracias de que era capaz una criatura predestinada para ser Madre de Dios. Gracia muy grande es el de haber sido preservada del pecado original, pero también gracia el pasar por la muerte, no como castigo del pecado que no tuvo, sino por lo ya expuesto en capítulos anteriores y, como hemos dicho también, sin sufrir la corrupción del sepulcro. Si María no hubiera tenido esta gracia, no podría haber sido llamada llena (plena) de gracia. Esta deducción queda además confirmada por Santa Isabel, quien “llena del Espíritu Santo, exclamó: “Bendita entre todas las mujeres” (Lc. 1, 41-42).
“Pondré enemistad entre tí y la Mujer, entre tu descendencia y la suya. Ella te aplastará la cabeza” (Gen. 1, 15), es, por supuesto, el texto clave.
Además, Cristo vino para “aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo” (Hb. 2, 14). “La muerte ha sido devorada por la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado” (1 Cor. 15, 55)
Todos hemos de resucitar. Pero ¿Cuál será la parte de María en la victoria sobre la muerte? La mayor, la más cercana a Cristo, porque el texto del Génesis une indisolublemente al Hijo con su Madre en el triunfo contra el Demonio. Así pues, ni el pecado, por ser Inmaculada desde su Concepción, ni la concupiscencia, por ser esta consecuencia del pecado original que no tuvo, ni la muerte tendrán ningún poder sobre María.
La Santísima Virgen murió, sin duda, como su Divino Hijo, pero su muerte, como la de El, no fue una muerte que la llevó a la descomposición del cuerpo, sino que resucitó como su Hijo, inmediatamente, porque la muerte que corrompe es consecuencia del pecado.
“No permitirás a tu siervo conocer la corrupción” (Salmo 15). San Pablo relaciona esta incorrupción con la carne de Cristo. Y San Agustín nos dice que la carne de Cristo es la misma que la de María. Implícitamente, entonces, la carne de María, que es la misma que la del Salvador, no experimentó la corrupción.
Así el privilegio de la resurrección y consiguiente Asunción de María al Cielo se debe al haber sido predestinada para ser la Madre de Dios-hecho-Hombre.
El Concilio Vaticano II, tratando ese tema en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, también relaciona el privilegio de la Inmaculada Concepción con el de la Asunción: precisamente porque fue “preservada libre de pecado original” (LG 59), María no podía permanecer como los demás hombres en el estado de muerte hasta el fin del mundo. La ausencia del pecado original y la santidad perfecta ya desde el primer instante de su existencia, exigían para la Madre de Dios la plena glorificación de su alma y de su cuerpo.
Nuestro Papa Juan Pablo II, en su catequesis del 2 de julio de 1997 nos decía para tratar el punto de la Asunción de María en la Sagrada Escritura.: “El Nuevo Testamento, aun sin afirmar explícitamente la Asunción de María, ofrece su fundamento, porque pone muy bien de relieve la unión perfecta de la Santísima Virgen con el destino de Jesús. Esta unión, que se manifiesta ya desde la prodigiosa concepción del Salvador, en la participación de la Madre en la misión de su Hijo y, sobre todo, en su asociación al sacrificio redentor, no puede por menos de exigir una continuación después de la muerte. María, perfectamente unida a la vida y a la obra salvífica de Jesús, compartió su destino celeste en alma y cuerpo.
La Asunción de María en España y en La Rioja
Según establece la liturgia eclesiástica la Asunción de María representa el consuelo para el pueblo y la esperanza de una vida más allá de la terrenal. En la tradición y teología de la Iglesia Católica, la Asunción es la celebración de cuando el cuerpo y alma de la Virgen María fueron glorificados y llevados al Cielo al término de su vida terrena. No debe ser confundido con la Ascensión, la cual se refiere a Jesucristo. Se dice que la resurrección de los cuerpos se dará al final de los tiempos, pero en el caso de la Virgen María este hecho fue anticipado por un singular privilegio.
La respuesta a la gran importancia para los católicos de esta fiesta, la encontramos en el Catecismo de la Iglesia Católica, que dice en el numeral 966: “La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos”.
Por todo ello y desde muchísimos siglos anteriores, en torno al día 15 de agosto, solemne festividad de la Asunción, hay fiestas en honor de la Virgen Santísima bajo distintos títulos y advocaciones y en consideración de este misterio de su Asunción gloriosa.
Así es la fiesta de la Virgen de los Reyes de Sevilla, de la Virgen del Sagrario en Toledo, de la Virgen de Prado en Ciudad Real, de la Virgen de la Paloma en Madrid, de la Virgen de Begoña en Bilbao, son ejemplos de ello en España. La Asunción es también la fiesta principal de Málaga, Elche con su célebre y mítico “Misteri”, San Sebastián, Brihuega, Cogolludo, Jaca, Chinchón, Jumilla… y un largo y prolongado etc.
Además de España, la Virgen María Asunta es patrona de diversas poblaciones en Iberoamérica, en particular dentro de México, Guatemala, Nicaragua y Paraguay. Asunción, la capital de Paraguay, debe su nombre a ella, quien es su patrona.
El dogma de la Asunción de la Virgen está estrechamente ligado a la historia de España y a nuestra cultura. Desde el Renacimiento son incontables las instituciones que, junto al voto de la Inmaculada, hacen suyo el voto de la Asunción: Universidades, gremios, cabildos, hermandades y cofradías e incluso ayuntamientos juran solemnemente defender “husque ad sanguinis effusionem” ambos privilegios marianos.
Sus más esclarecidos poetas y sus más eximios pintores e imagineros, especialmente en la época barroca, cantan con belleza sin par el triunfo de María en su asunción a los cielos. Esta certeza no decrece en los siglos XVIII y XIX sino todo lo contrario.
También La Rioja ha sido siempre muy Asuncionista. El Misterio de la Asunción de la Virgen María es el que tiene más iglesias parroquiales en su titularidad y muchos son los pueblos que celebran a sus Vírgenes Patronas en la fiesta de la Asunción.
Oración a la Virgen asunta al Cielo
Oh Virgen bendita, Inmaculada y Asunta al Cielo, que fuiste llevada al cielo en cuerpo y alma y has sido coronada como Reina de Cielos y Tierra, de los Ángeles y de los Santos, me consagro a tu Corazón Inmaculado y te pido que siempre yo pueda acudir a ti lleno de confianza y amor porque tú serás siempre llamada Bienaventurada por todas las generaciones.
Por Jesucristo Nuestro Señor.
Amén.