Hoy os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas.
Sucedió en aquellos días que salió un decreto del emperador Augusto, ordenando que se empadronase todo el Imperio.
Este primer empadronamiento se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. Y todos iban a empadronarse, cada cual a su ciudad.
También José, por ser de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la ciudad de David, que se llama Belén, en Judea, para empadronarse con su esposa María, que estaba encinta. Y sucedió que, mientras estaban allí, le llegó a ella el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada.
En aquella misma región unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño.
De repente un ángel del Señor se les presentó; la gloria del Señor los envolvió de claridad, y se llenaron de gran temor.
El ángel les dijo:
«No temáis, os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales acostado en un pesebre».
De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo:
«Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres buena voluntad».
Palabra del Señor.
Cuando se hubieron cumplido los acontecimientos que debían preceder al advenimiento del Mesías, de acuerdo con los vaticinios de los antiguos profetas, Jesús llamado el Cristo, Hijo de Dios eterno, se encarnó en el seno de la Virgen María y, hecho hombre, nació de ella para la redención de la humanidad. Desde la caída de nuestros primeros padres, la sabia y misericordiosa providencia de Dios había dispuesto gradualmente todas las cosas para la realización de sus promesas y el cumplimiento del más grande de sus misterios: la encarnación de su divino Hijo.
Por aquel entonces, el Emperador Augusto emitió un decreto para llevar a cabo un censo en el cual todas las personas debían registrarse en un lugar determinado según sus respectivas provincias, ciudades y familias. Hasta Belén, cerca de la ciudad de Jerusalén, llegaron San José y la Virgen María procedentes de Nazaret, y estando allí, le llegó la hora de dar a luz de la Virgen, trayendo al mundo a su divino Hijo a quien envolvió en lienzos y lo recostó en la paja del pesebre.
Pero ¿quiénes eran aquella humilde pareja, con escasos recursos se dirigieron hacia esa ciudad del empadronamiento? Ellos son José y María. Acaban de contraer matrimonio. María está embarazada y espera a su Hijo, al Mesías, al Hijo de Dios.
Después de una larga travesía por el desierto, en la que solo cuentan con la escasa ayuda de un burro, llegan a Belén. María se encuentra a pocos días de dar a luz. Y allí, entonces, sucedió: María se puso de parto y rápidamente se tuvieron que poner a buscar un refugio en dónde pudiera nacer su hijo. Estaban desesperados, ya que nadie les ofrece un lugar. Los dueños de los hospedajes o bien no les quieren ofrecer una habitación por venir de Galilea o porque tienen el aforo completo. Finalmente, dieron con un señor que, aunque tenía llena la posada, les ofreció un establo. Allí es donde la Virgen da a luz a Jesús, el Mesías ¡El salvador había nacido!
Durante las primeras horas de vida, Jesús descansó en un pesebre envuelto por unos pañales. Estuvo arropado por sus padres y los pastores. Estos últimos recibieron la visita de un ángel que les dijo «¡No teman! Les tengo buenas nuevas. Hoy, en Belén, ha nacido Cristo el Señor. ¡Éste salvará al pueblo! Estará envuelto en telas y acostado en un pesebre». Por ello, según narra San Lucas, los pastores fueron los primeros en alabar y dar las gracias a Dios por la llegada del Mesías.
Probablemente, Jesús y María, pasaron muchos meses preparando la ropita del bebé, el sitio donde dormiría y todos los pequeños detalles que los padres preparan cuando llega un nuevo integrante a la familia.
No sabían entonces que la voluntad de Dios era otra, totalmente diferente, para ellos: de nuevo les pediría desprendimiento. El viaje a Belén fue una verdadera prueba debido al avanzado estado de la Virgen.
Un viaje de muchos días en burro no era fácil para ninguno de los dos, sin embargo, lo hicieron con mucho abandono en Dios.
Nosotros nos preguntamos a menudo y muchas veces incluso ponemos en duda el tratar de imitar este abandono cuando hay un cambio de planes, ¿estamos tan apegados a nuestros planes terrenales que no sabemos responder con un SI A DIOS, si nos pide otra cosa?
La historia tiene final feliz, y en breve lo celebraremos. Sin embargo, vale la pena reflexionar sobre estos temas para tratar de estar más cerca de Dios, para imitar a la Virgen, que con cada caricia y con cada palabra a su vientre hacía oración.
Ojalá esta Navidad estemos tan cerca de Jesús como lo estuvieron María y José. Que sepamos hacer oración mimando a ese niño que vino al mundo para salvar a todas las almas.
Pero año tras año, vamos viendo como damos otros mensajes e imágenes para estos días tan señalados. Conmemoraciones, celebraciones y toda nuestra tradición, pierde o diluye todo su sentido, incluso en las diferentes felicitaciones.
Como creyentes, nos causa curiosidad y asombro el hecho de ir despojando poco a poco los símbolos y sentimientos de la más importante fiesta no solo del cristianismo. La hemos rodeado de elementos muy poco o nada cristianos, adornos luminosos sin contenido, con todos los mensajes de hacer costosos regalos, etc. Causa estremecimiento ver los contenidos en los elementos publicitados durante semanas, ahora ya meses, solamente para el logro de grandes beneficios económicos, con campañas comerciales ambiciosas pero que nada tiene que ver con el Espíritu del Mesías, ni con el Reino de Dios, como tampoco con la sana doctrina de nuestro Señor y Salvador, ni con la de sus apóstoles y la Iglesia.
Hemos dejado con curiosa e inmensa alegría, la entrada a nuestras tradiciones y costumbres de elementos y cosas totalmente ajenas a nuestras creencias, como “Santa Claus” o “papa Noel” y, por el contrario, nos olvidamos con total facilidad de Dios, del Niño Jesús, el Mesías, del cual debiéramos estar contentos y celebrando su nuevo nacimiento entre nosotros. Hemos apartado y alejado de nuestra tradición, poner nuestro «nacimiento» en nuestros hogares. Cantar villancicos. La adoración de los Magos de Oriente. Celebrar a la Sagrada Familia, etc. Vamos, que hemos dejado estas fechas vacías de contenido, que más bien parece una gran fiesta pagana en la que creyentes y no creyentes vemos la oportunidad de gastar grandes cantidades de dinero sin sentido, solo por gastar. Solo hay que darse cuenta en lo que se ha convertido; loterías, regalos, grandes comilonas, fiestas y viajes, vacaciones, etc.
No es por tanto muy extraño, que una fiesta como ahora la navidad, en el “cristianismo actual y tradicional” la hayamos derivado en costumbres idolátricas, con dejación y permisibilidad al mismo tiempo que anulación de raíces, tradiciones y costumbres nuestras, para dejar entrar otras que para nada nos debieran de servir ni conformarnos en ese “buenismo” tonto y pueril que nos hace también contribuir a ésta gran bola inhumana, dejándonos llevar por anuncios, comentarios y ensalzamiento general de la sociedad y políticos para sus propios interés, tanto de consumo, como publicidad, prensa, radio y T.V. e Internet
Muchas llamadas de atención en este mundo ya globalizado, mucho político dado a conducirnos y llevarnos a sus ideologías políticas, medioambiente, cambio de clima, inmigraciones, etc., cuando hay que recordar que en el mundo hay mucha necesidad. Que muchos millones de personas mueren de hambre y enfermedades, que hay muchos, muchos necesitados. Y no es necesario irnos a mirar lo aquí detallado a países lejanos de otros continentes. Los tenemos a nuestro lado, en nuestras calles, en nuestra ciudad, en nuestra sociedad, entre nuestros hermanos de piso, de edificio, de calle, de barrio, de parroquia, etc… En todos y cada uno de estos lugares, hay personas de la tercera edad completamente solas y muy necesitadas, hay personas totalmente desafortunadas en la vida y que nos necesitan.
Necesitan de todos y cada uno de nosotros.
Ahora más que nunca, debemos dejar de lado esos suntuosos gastos mal llamados de “navidad” y ofrecer cuanta ayuda podamos para cubrir las necesidades de nuestros hermanos en Cristo. Nos vendrá muy bien para nuestro propio bolsillo, para ayuda del prójimo, solidarizándonos con ellos y sobre todo para nuestra conciencia, pues estaremos volviendo y regresando a la verdadera NAVIDAD que Dios espera de todos nosotros.
No olvidemos lo que el Mesías dijo a unos invitados en una reunión a la que estaba asistiendo, aconsejándoles llamar a aquellos que no tenían esas necesidades cubiertas, contando con ellos para el banquete, dando de comer a los hambrientos, predicando así el Reino de Dios, estando seguros que, estaremos haciendo grandes tesoros en el Cielo
Del Evangelio de San Lucas 14:12-14
“Dijo también al que lo había convidado: Cuando hagas comida o cena, no llames a tus amigos ni a tus hermanos ni a tus parientes ni a vecinos ricos, no sea que ellos, a su vez, te vuelvan a convidar, y seas recompensado. Cuando hagas banquete, llama a los pobres, a los mancos, a los cojos y a los ciegos; Y serás bienaventurado, porque ellos no te pueden recompensar, pero te será recompensado en la resurrección de los justo.”
Volvamos a la verdadera NAVIDAD. Recordemos el nacimiento de Jesús, colocando en un rincón de nuestro hogar, el misterio. Tan solo hacen faltan las imágenes del niño Jesús, la Virgen María y San José; La Sagrada Familia. Colguemos de nuestras ventanas y balcones, esas maravillosas telas y plásticos llamadas “balconadas o balconeras” con las imágenes del Niño Jesús, la Sagrada Familia o la “Estrella Anunciadora”. Preparémonos para recibirlo y contribuyamos en aportar nuestro granito de arena en ello…
“Dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no encontraron sitio en el alojamiento.” (Lc. 2,7)
En un sólo versículo y con muy pocas palabras, el Evangelista Lucas narra el suceso más grande de la historia: el nacimiento de Jesús. Las palabras sobran. El acontecimiento habla por sí solo. Se han cumplido todas las esperanzas del pueblo de Israel. Dios se ha hecho hombre en medio de los hombres para que los hombres puedan llegar a Dios.
La Natividad del Señor es una fiesta de resonancia universal. Ya sólo el hecho de que todo el planeta se rija oficialmente por el calendario cristiano, que divide la Historia en antes y después del nacimiento de Jesucristo, indica la trascendencia que tienen estas fechas para la humanidad en general.
Alrededor de ellas ha surgido toda una cultura, que se manifiesta en dos estilos de celebración: el sagrado y el profano. El primero se centra en la fe, en el misterio de la Encarnación del Verbo y en los valores que de ella se derivan; por eso es, sobre todo, una fiesta de la familia (la familia humana debe estar imbuida del espíritu de la Sagrada Familia, que es, a su vez, espejo de la Familia Trinitaria). El otro estilo de celebración de la “navidad”, se ha apropiado de la festividad cristiana, fagocitándola, vaciándola de su sentido primigenio y transformándola en algo que nada tiene que ver con creer o no creer.
Los cristianos no celebramos fechas, celebramos hechos. Nosotros nos alegramos y celebramos el hecho de Aquel que no cabe en el universo quiso nacer de una virgen en este pequeño planeta del inmenso universo para reconciliar al hombre con su Creador.
Rescatemos la Navidad para Cristo y cantemos con los ángeles de Belén: «Gloria a Dios en las alturas y Paz en la tierra a los hombres que confían en El.»