María Magdalena. Discípula de Jesús.

Mujer de una gran belleza, de cabellera famosa, gran pecadora que fue, de una vida escandalosa.

Cuando conoce a Jesús y tocada por su gracia se arrepiente de su vida de desórdenes colmada en su tierra de Magdala; desde entonces acompaña al Señor por sus caminos junto con otras mujeres, siendo por Él, perdonados de sus pecados pasados.

En un convite a sus pies, humildemente postrada, unge su cabeza y pies con oloroso perfume y con sus largos cabellos los seca y besa después, a pesar de los reproches, que le hacen los comensales y que Jesús, justifica y premia con su perdón.

Nos la encontramos también al pié de la cruz infame, junto a la otra María, la Madre del Redentor y a Juan, su discípulo amado, todos llorando por Él, plenamente acongojados y con una pena grande sintiendo ellos en sus carnes la crueldad de los hombres.

En el sepulcro vacío, tras los hombres, está ella, y a Jesús, a sus espaldas, solamente ella le vio, le confundió en hortelano hasta que le conoció, y a los discípulos todos, de inmediato ella corrió a darles la buena nueva en la cual ella creyó.

María la Magdalena, de mala vida pasada, llamada La Penitente, en los altares está para darnos un ejemplo de que todas las maldades tienen perdón ante Dios si los hombres lo queremos y su camino seguimos en pos de Nuestro Señor.

Realmente nos encontramos en el Evangelio a un personaje muy especial del que nos parece saberlo todo y del que casi no sabemos nada: María Magdalena.

Se trata de una María Magdalena (de Magdala, ciudad situada al norte de Tiberíades) y de la cual, sólo sabemos de ella, que Cristo la libró del pecado y desde entonces, con su arrepentimiento, acompañaba a Cristo formando parte de un grupo grande mujeres que le servían. Los momentos culminantes de su vida fueron su presencia ante la Cruz de Cristo, junto a María, su madre, y, sobre todo, ser testigo directo y casi primero de la Resurrección del Señor.

A María Magdalena se le ha querido unir con la pecadora pública que encontró a Cristo en casa de Simón el fariseo y con María de Betania. No se puede afirmar esto y tampoco lo contrario, pero es seguro que es sin embargo, muy especial: era una mujer enamorada de Cristo, dispuesta a todo por él, un ejemplo maravilloso de fe en el Hijo de Dios.

María Magdalena es un lucero rutilante en la ciencia del amor a Dios en la persona de Jesús. ¿Qué fue lo que a aquella mujer le hechizó en la persona de Cristo? ¿Por qué aquella mujer se convirtió de repente en una seguidora ardiente y fiel de Jesús? ¿Por qué para aquella mujer, tras la muerte de Cristo, todo se había acabado? María Magdalena se encontró con Cristo. Es como si dijera que encontró el «todo», después de vivir en la «nada», en el «vacío». Y allí comenzó aquella historia.

 

El amor de María Magdalena a Jesús fue un amor fiel, purificado en el sufrimiento y en el dolor. Cuando todos los apóstoles huyeron tras el prendimiento de Cristo, María Magdalena estuvo siempre a su lado, y así la encontramos de pie al lado de la Cruz. No fue un amor fácil. El amor llevó a María Magdalena a involucrarse en el fracaso de Cristo, a recibir sobre sí los insultos a Cristo, a compartir con él aquella muerte tan horrible en la cruz.

El amor de María Magdalena a Cristo fue un amor total. Comprobamos este amor en aquella escena tan bella de María Magdalena junto al sepulcro vacío. Está hundida porque le han quitado al Maestro y no sabe dónde lo han puesto. La muerte de Cristo fue para María un golpe terrible. Para ella la vida sin Cristo ya no tenía sentido. Por ello, el Resucitado va enseguida a rescatarla. Se trata seguro de una de las primeras apariciones de Cristo. Era tan profundo su amor que ella no podía concebir una vida sin aquella presencia que daba sentido a todo su ser y a todas sus aspiraciones en esta vida. Tras constatar que ha resucitado se lanza a sus pies con el fin de agarrarse a ellos e impedir que el Señor vuelva a salir de su vida.

El amor de María Magdalena a Cristo constituye para nosotros una lección viva y clarividente de lo que debe ser nuestro amor a Cristo, y por extensión a Dios y al Espíritu Santo. La Santísima Trinidad., a la Trinidad.

 

 

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