¿Quién no se entristecería
a la Madre contemplando
entregar a su hijo
a tal doliente escarnio?Por los pecados de su gente
vio a Jesús en esos sufrimientos
y doblegado por los azotes
por burlas y otros tormentos.
Jesús se encuentra con María, su madre, en la Vía Dolorosa.
María, la madre de Jesús, se encontraba también en Jerusalén cuando recibió la noticia de la detención de su hijo.
Se acerca al palacio de Pilato para intentar ver a su hijo. Junto a ella están María Magdalena, María, la hermana de Lázaro, así como Juan, el discípulo predilecto. Es allí donde oye por parte del tribunal la sentencia a muerte de su hijo y a lo lejos ve su lamentable estado. María se pone a llorar ha visto a su hijo lleno de golpes, de bofetadas, de escupiduras y coronado de espinas», «commota sunt omnia viscera mea» y viéndolo en semejante estado, se desvanece.
Pilatos salió del tribunal, una parte de los soldados le siguió, y se formó delante del palacio una pequeña escolta que se quedó con los condenados.
Mucha gente, entre los cuales están los enemigos de Jesús que habían estado presentes en su arresto en el Huerto de Los Olivos, vinieron a caballo para acompañarlo al suplicio. Los alguaciles lo condujeron al medio de la plaza, donde vinieron esclavos a echar la Cruz a sus pies. Los dos brazos estaban provisionalmente atados a la pieza principal con cuerdas. Los soldados colocaron con gran esfuerzo sobre el hombro derecho la pesada Cruz, y pusieron sobre el cuello de los dos ladrones las piezas traveseras de sus respectivas cruces, atándoles las manos a ellas.
La trompeta de la caballería de Pilatos empezó a sonar, dando la señal de marcha. Uno de los fariseos a caballo se acercó a Jesús, arrodillado bajo su carga y le dijo: ¡arriba!”.
El gobernador en persona se puso a la cabeza de un destacamento para impedir todo movimiento tumultuoso. Delante marchaba un soldado con una trompeta tocando en todas las esquinas y proclamando la sentencia. A pocos pasos seguía una multitud de hombres y de chiquillos, que traían cordeles, clavos, cuñas y cestas que contenían diferentes objetos; otros, más robustos, traían los palos, las escaleras y las piezas principales de las cruces de los dos ladrones.
Al final del cortejo, venía Jesús Nuestro Señor. Los pies desnudos y ensangrentados, abrumado bajo el peso de la Cruz, temblando, lleno de llagas y heridas, debilitado por la pérdida de la sangre y por no haber comido ni bebido nada desde la víspera, devorado de calentura y de sed y asaeteado por dolores infinitos. Con la mano derecha sostenía la Cruz sobre su hombro derecho; con su mano izquierda, exhausta, hacía de cuando en cuando esfuerzos para levantarse su larga túnica, con la que tropezaban sus pies heridos. Su cara estaba ensangrentada e hinchada; su barba y sus cabellos manchados de sangre; el peso de la Cruz y las cadenas apretaban contra su Cuerpo la túnica de lana, que se pegaba a sus llagas y las abría. A su derredor no había más que irrisión y crueldad; más su boca rezaba y sus ojos perdonaban.
Detrás de Jesús iban los dos ladrones, con los brazos atados a los travesaños de sus cruces separados del pie. No tenían más vestidos que un largo delantal; la parte superior del cuerpo la llevaban cubierta con una especie de escapulario sin mangas abierto por ambos lados y en la cabeza un gorro de paja. El buen ladrón estaba tranquilo mientras que el otro no cesaba de protestar y quejarse.
La escolta romana impedía que se acercasen la muchedumbre excesivamente, así que los curiosos tenían que dar la vuelta por otras calles transversales y correr delante de ellos para verlos pasar. Casi todos ellos llegaron antes que Jesús al Calvario.
Antes de empezar la subida al Gólgota, Jesús ya no podía andar; como los soldados tiraban de Él y lo empujaban sin misericordia, cayó al suelo y la Cruz cayó a su lado. Los verdugos se detuvieron, llenándolo de imprecaciones y pegándole. A los dos lados del camino había mujeres llorando y niños asustados. Jesús levantó la cabeza y aquellos hombres atroces en lugar de aliviar sus tormentos, le pusieron en su sitio la corona de espinas y de nuevo le cargaron la Cruz sobre los hombros, y a causa de la corona hubo de ladear la cabeza, con dolores infinitos, para poder colocar sobre su hombro el peso de la Cruz con que estaba cargado y así continuó de nuevo su camino, cada vez más duro.
La dolorosa Madre de Jesús había salido de la plaza después de pronunciada la sentencia inicua, acompañada de Juan y de algunas mujeres. Pero cuando el sonido de la trompeta, el ruido del pueblo y la escolta de Pilatos anunciaron la marcha hacia el Calvario, no pudo resistir al deseo de ver a su Divino Hijo, y pidió a Juan que la condujese a uno de los sitios por donde Jesús debía pasar. Encontraron un palacio, seguramente la residencia del Sumo Pontífice Caifás, cuya puerta daba a la calle. Juan obtuvo de un criado compasivo el permiso para ponerse en la puerta con María y los que la acompañaban, entre ellos, José de Arimatea, y Salomé de Jerusalén.
La Madre de Dios estaba pálida y con los ojos enrojecidos de tanto llorar y cubierta enteramente de una capa gris parda azulada. Se oía ya el ruido que se acercaba, el sonido de la trompeta y la voz del pregonero, publicando la sentencia en las esquinas. El criado abrió la puerta, el ruido era cada vez más fuerte y espantoso. María se arrodilló y oró fervientemente. Luego volviéndose a Juan dijo: “¿Me quedo? ¿Debo irme? ¿Cómo podré soportar este espectáculo?” Juan le respondió: “Si no te quedas a verlo pasar luego lamentarás no haberlo hecho”. Salieron a la puerta con los ojos fijos en la procesión que aún estaba distante, pero que avanzaba poco a poco. La gente no se ponía delante sino detrás y a los lados.
La escolta estaba a ochenta pasos. Cuando los que llevaban los instrumentos de suplicio se acercaron con aire insolente y triunfante, la Madre de Jesús se puso a temblar y a gemir, juntando las manos, y uno de esos hombres preguntó: “¿Quién es esa mujer que se lamenta?” y otro respondió: “Es la Madre del Galileo”. Los miserables al oír tales palabras, llenaron de injurias a esta dolorosa Madre, la señalaban con el dedo y uno de ellos tomó en sus manos los clavos con que debían clavar a Jesús en la Cruz y se los presentó a la Virgen en tono de burla.
Pero María miraba a Jesús que se acercaba y se agarró al pilar de la puerta para no caerse, pálida como un cadáver, con los labios azules.
Jesús, temblando, doblado bajo la pesada carga de la Cruz, inclinando sobre su hombro la cabeza coronada de espinas. Echó sobre su Madre una mirada de compasión y habiendo tropezado cayó por segunda vez sobre sus rodillas y sobre sus manos.
María, en medio de la violencia de su dolor, no vio ni soldados ni verdugos; no vio más que a su querido Hijo; se precipitó desde la puerta de la casa en medio de los soldados, que maltrataban a Jesús, cayó de rodillas a su lado y se abrazó a Él. Juan y las santas mujeres querían levantar a María. Algunos soldados sin embargo, tuvieron compasión y, aunque se vieron obligados a separar a la Santísima Virgen, ninguno de ellos le puso las manos encima.
Juan y las otras mujeres, ayudaron a María a levantarse y rodeándola la condujeron de nuevo a la puerta del palacio, donde cayó por el dolor sobre sus rodillas. Muchas mujeres con velos y derramando lágrimas. Los escoltas, le empujaron a Jesús con mucha crueldad para que siguiese adelante.
Con inmenso amor María mira otra vez a Jesús, y Jesús mira a su Madre; sus ojos se encuentran de nuevo , y cada corazón vierte en el otro su propio dolor. El alma de María queda anegada en amargura, en la amargura de Jesucristo.
Pero nadie se da cuenta, nadie se fija; sólo Jesús. Se ha cumplido la profecía de Simeón: una espada traspasará tu alma. En la oscura soledad de la Pasión, Nuestra Señora ofrece a su Hijo un bálsamo de ternura, de unión, de fidelidad; un sí a la voluntad divina.