STABAT MATER
En medio de la tiniebla hay un consuelo. Al pie de la cruz está su Madre, alentando y consolando al Hijo como sólo ella puede hacerlo. Es una luz en aquel momento terrible. No sabemos cómo consigue que le dejen acercarse a su Hijo; posiblemente sea a causa de la compasión del centurión. Al principio, llueven también sobre ella los insultos dirigidos a su Hijo; pero no retrocede.
Le acompaña Juan, el primer discípulo, el apóstol amado, el más fiel, el que más ha sabido rezar y comprender al Maestro. Tener a Juan es un consuelo para María. Juntos han seguido a la triste comitiva por el camino del Gólgota. Juan guía a María, aunque es él quien se apoya en la firmísima decisión de ella para apoyar en lo que esté en su mano a Jesús en su Sacrificio. En la oscura soledad de la Pasión, María ofrece a su Hijo un bálsamo de ternura, de comprensión, de afecto y de fe.
María agradece a Juan su presencia en aquellos momentos y permanecen unidos en ese trance de dolor y de oración. La conversión de uno de los ladrones es un destello de consuelo, y también para María y Juan.
Entonces el Señor dirige su tercera palabra a estos testigos silenciosos, María y Juan, que le observan con dolorosa atención. Jesús mira a la Madre, y dice entre cortadamente: «Mujer, he aquí a tu hijo». No la llama Madre, como si fuese el grito de dolor de un hijo, sino que la llama: «Mujer». Jesús piensa en la primera mujer a través de la cual entró el pecado y la muerte en el mundo. Por ello, María debía de ser y será la mujer, nueva portadora de la promesa divina de la victoria en la lucha terrible contra el mal. Jesús le encomienda la nueva misión de extender su maternidad a todos los hombres representados por Juan.
Nueva maternidad de María, Madre de Cristo, Madre de los Hombres
En el momento oportuno, cuando Jesús llega a su máxima entrega, María está a la altura del Amor de su Hijo y se entrega plenamente a la bondadosa voluntad de Dios sobre los hombres, y por eso se le encarga la maternidad de todos los hombres: Esta nueva maternidad de María, engendrada por la fe, es fruto del nuevo amor que maduró en ella definitivamente al pie de la cruz, por medio de su participación en el amor redentor de su Hijo.
Este es el gran legado que Cristo concede desde la Cruz a la humanidad. Es como una segunda Anunciación para María. Hace treinta y tres años un ángel la invitó a entrar en los planes salvadores de Dios. Ahora, no ya un ángel, sino su propio Hijo, le anuncia una tarea nueva: recibir como hijos de su alma a los causantes del asesinato de su primogénito.
Y Ella aceptó, desde el principio, todo lo que Dios quisiese; su entrega era total desde el comienzo. La primera mujer fue infiel a Dios, porque prefirió su juicio a la sabiduría de Dios. Ahora se le va a pedir a María que venza una prueba enorme: se le pide que no se rebele contra el Padre por llamar a la muerte y al sacrificio al Hijo, que también es Hijo suyo. Se le pide que vaya más allá del amor natural y sobrenatural del Hijo para querer como el Padre y el Hijo están queriendo en aquellos momentos. Y, para eso, hace falta mucha fe en Dios y un amor que esté purificado plenamente. María vuelve a estar a la altura del momento y Jesús nos entrega a su propia Madre.
Es entonces cuando se escucha de nuevo las palabras dirigida por Jesús a Juan: «He aquí a tu madre». Jesús mira al único que ha sabido ser fiel. Es un hijo y se lo entrega a su Madre. Bien sabe el Señor los cuidados que necesita un recién nacido para madurar, y Juan era un primer fruto de la Cruz redentora.
«Juan la tomó como suya», la acogió como madre, se dejó cuidar como hijo. La pena que Juan sentía se alivió algo sabiendo que podía cumplir un deseo del Maestro.
Juan fue elegido porque estaba allí. Jesús no podía ni llamar a nadie, ni señalar a nadie: sólo mirar a quién tenía delante y, mirando, vio al que siempre estaba donde debía; le pidió un favor, algo que tiene mucha más fuerza que un mandato cuando hay amor por medio. Juan acepta el deseo que es un mandato.
María es la Mujer por excelencia, ya que -en ella- la naturaleza humana no ha sido deformada por el pecado. Pero también es la Madre por excelencia. Madre de Dios, «Madre de Cristo, Madre de los hombres».
Sólo Jesús sabe lo que hay en el corazón de su madre, por eso la llama mujer, no María o mamá. Jesús sabe que comienza una nueva época para la humanidad, pero sabe que el pecado entró por una mujer en el mundo, la madre de los vivientes. Ahora María será la nueva Mujer, la nueva Eva que traerá desde su maternidad la nueva vida al mundo. Su nueva maternidad le agranda el corazón hasta límites insospechados. Jesús entrega a su Madre como Madre de todos los vivientes, especialmente de los que serán hijos de Dios por la gracia.
Las otras mujeres, al pie de la Cruz
Otras mujeres están en el Calvario. No sólo estaba la Madre de Cristo y la «hermana de su madre, María mujer de Cleofás, y María Magdalena», sino que «había allí muchas mujeres mirando desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle» . Las mujeres se mostraron más fuertes que los Apóstoles; en los momentos de peligro, aquellas que «aman mucho» logran vencer el miedo. Ya antes, en la vía dolorosa, también «se dolían y se lamentaban por Él» .
Quizá hubo un flujo de idas y venidas en el Calvario, y, por eso, los evangelistas no coinciden. La primera es María Santísima, otra es María Magdalena citada expresamente por tres evangelistas, ya que el cuarto sólo habla genéricamente de las mujeres; dos hablan de otra María, la madre del apóstol Santiago y José, luego la madre de los hijos de Zebedeo, que son Juan y el otro Santiago, Marcos habla de Salomé que parece ser el nombre de esta mujer, y Juan nombra a María, mujer de Cleofás, y hermana de María Santísima.
Las mujeres entienden mejor que los hombres, quizá porque saben mejor que el amor y el dolor son inseparables. Aquí está la raíz de su perseverancia. Son fuertes porque aman más y mejor. El pensamiento no puede dejar de considerar que es muy posible que la femineidad esté mejor dotada para el amor fiel.
Aquellas mujeres ven el Cuerpo destrozado de Jesús, ven los clavos que le atan al madero atravesando sus manos y pies; su respiración angustiosa, por tener el cuerpo suspendido sobre los tres clavos que oprime con fuerza los pulmones, las heridas de los latigazos recibidos pocas horas antes; la corona de espinas cubriendo su rostro de sangre y sudor; el barro unido a la sangre coagulada que oculta aquella mirada misericordiosa que tan bien conocen. Se cumple detalladamente la profecía de Isaías: «Desde la planta de los pies hasta la cabeza, no hay en él nada sano. Heridas, hinchazones, llagas podridas, ni curadas, ni vendadas, ni suavizadas con aceite». Sus ojos contemplan un auténtico destrozo que muestra a Jesús como un fracasado.
Ellas ven ese fracaso como el de otro un rey derrotado, un hombre humillado hasta el extremo. Las esperanzas de un reino de paz, justicia, amor y libertad se presentan lejanas o quiméricas para la pura razón. Pero los ojos del corazón van más lejos, y ven a alguien que ama y sufre de una manera nueva, comprenden que está allí libremente y captan, con más o menos claridad, que se trata de un Sacrificio nuevo. Bien sabían ellas las múltiples maneras Jesús hubiera tenido de eludir la Cruz, o los modos de luchar que suelen usar los guerreros de este mundo, y no quiso usar el Señor; ellas se dan cuenta de su entrega total al Padre y su amor misericordioso. Son fieles en el momento del dolor porque aman mejor.