Sábado Santo, día de espera.
El cuerpo inerte de Jesús ha sido colocado en el sepulcro y, no muy lejos de allí, María permanece en oración, acompañando a la Iglesia.
Un profundo silencio envuelve la tierra mientras Jesús desciende al abismo
Decía el Papa Benedicto XVI «El Sábado Santo es el día del ocultamiento de Dios, como se lee en una antigua homilía [cuyo autor se desconoce]: “¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad, porque el Rey duerme (…). Dios ha muerto en la carne y ha puesto en conmoción a los infiernos” (Homilía sobre el Sábado Santo: PG 43, 439)».
Estas palabras evocan aquello que repetimos en el Credo cuando profesamos que Jesucristo “padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos y al tercer día resucitó de entre los muertos”.
Creer que Cristo “descendió a los infiernos” tiene un profundo significado. El Señor ha llevado su amor a niveles impensables: por su muerte ha penetrado la soledad más absoluta en la lejanía más extrema. Desde aquel primer Sábado Santo de la historia sabemos que no hay nada que pueda escapar al amor de Dios; en la más profunda tiniebla ha brillado la Luz de Cristo.
En ese momento cuando Dios se ha retirado del mundo y todo es desolación, María sigue confiando en las promesas de su Hijo y conserva la esperanza en el interior. Si todos le han dado la espalda al Hijo o son presa del temor, Ella no, seguirá de pie, esperando en Él.
La Virgen se convierte, así, en “Madre de la espera paciente». No hay duda de que su dolor es “inmenso como el mar”, pero tampoco hay espacio para dudar sobre su fe: la Virgen mantuvo viva la llama de la fe en medio de la tempestad.
EL DIA DE SABADO SANTO
En el Sábado Santo, la Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su Pasión y Muerte, su descenso a los infiernos y se abstiene del sacrificio de la Misa.
Todos hemos asistimos a su entierro. Con lágrimas en los ojos, recordamos al difunto maestro, todos y cada uno nos venía al recuerdo un trozo de su vida, un halago, un comentario, una caricia, algo que para cada uno de nosotros se había convertido en la clave de su cariño, de su amor.
Si. Todos recordamos sus frases inconexas que nos decía en vida: Aquellas como la de “Destruir éste templo y en tres días lo reconstruiré”. O aquella otra “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí vivirá eternamente” y otras cosas por el estilo que nunca las entendimos bien y creímos que se referirían a otras cosas que, nada, nada tenían ver ni con él, ni con estos angustiosos momentos, ni con ninguno de nosotros, apóstoles y discípulos.
Ahora, todo había acabado. Al que llamábamos maestro, estaba muerto, dentro de un sepulcro. Todo lo que nos había dicho, aunque todavía estaba reciente, quedaba lejos y no nos “llamaban a la reflexión” dentro de nuestras cabezas. El Señor, había muerto, parece que ya nada tiene sentido. Lo único que ahora parece prudente es esconderse, meternos en nuestras casas y cerrarlas a cal y canto, puertas, ventanas y otros accesos, Pueden venir los romanos, los judíos, (hoy en día, enfermedades y otras calamidades). Corramos a encerrarnos a un lugar seguro, todos juntos a poder ser, para darnos ánimos los unos a los otros…
No hago más que mirar a María, su Madre. En su cara se refleja el dolor humano pasado, pero hay un “no se qué” en su rostro, en su mirada… Está tranquila, serena. Está convencida de algo que sabe y que está confiada. Es ella misma, quien nos da ánimos y no al revés. Estad tranquilos y pacientes como EL quería que estuviéramos. Lo que no habéis comprendido antes, lo comprenderéis más tarde… Extrañas palabras para una madre que ha visto matar cruel y salvájemente, a su único hijo, carne de su carne y nacido de sus entrañas. Como si supiera que la misión de su Hijo, no había terminado. Sus ojeras profundas, tus ojos que guardan el recuerdo de la última mirada del Amado.
Todos te intentamos dar ánimos, Madre querida… sí, sabemos que tienes el corazón traspasado de dolor por esa espada anunciada.
Pero María se vuelve hacia todos nosotros y nos dice: No os preocupéis. Aquí estoy, con todos vosotros, como cada día. Vinimos juntos “caminando”, y nuestro Padre Celestial así lo dispuso.
Intuimos que nuestra Madre está como siempre, mirando nuestros corazones que no pueden tener secretos ante Ella.
Muchos de nosotros, la gran mayoría, solo atinamos a decir tu nombre, Señora. No nos salen las palabras ante tanto dolor, llorando, recordando la Pasión y muerte de Jesús Nuestro Señor, Hijo tuyo.…
Y tú, como Madre, la que más dolor tienes y la que más afectada tienes que estar por la pérdida de tu Hijo, eres la que incomprensiblemente más entereza tienes y más consuelo das a los demás. Incluso en estos momentos amargos, mientras nos abrazas suavemente, reclinas nuestras cabezas en tu hombro.
Es su propia Madre, nuestra Madre, la que con su entereza nos dice a cada uno de nosotros: No temas, te sostendré fuerte, para que no caigas en ese desánimo.
No entendimos nada, cuando José de Arimatea bajó y te entrego en tu regazo el cuerpo de tu Hijo, nuestro Señor. Le decías claramente a tu hijo ya muerto: “ OH amor mío e Hijo mío, ve a donde debes ir, haz lo que debes hacer, que aquí quedará tu madre esperando por ti… Vamos hijo, ve, termina tu misión, Oh Hijo del Altísimo, a quien Dios dio el trono de David, su antepasado, para que reines sobre la casa de Jacob para siempre, en un Reino que no tendrá fin…
A tu nuevo hijo designado por el mismo Jesús y a todos los demás, nos dijiste luego: Haced lo que debe hacerse. Ahora pues, ahora, solo resta esperar…
Juan, quien había tomado de Jesús la responsabilidad de cuidar a esta Santa Mujer, se sintió turbado, creía que ella había enloquecido por el dolor, pues no comprendía las extrañas palabras que había pronunciado. Nosotros al igual que Juan, así mismo lo creímos, pues una Madre que acaba de perder con la muerte a su único Hijo, no se le esperan palabras de ese tipo.
Las demás mujeres y amigos, que habíamos acompañado al Señor desde Galilea, nos fuimos acercando lentamente, para ver la sepultura de Jesús… En cambio, tú, María, comenzaste a alejarte, paso a paso, lentamente, volteando algunas veces el rostro hacia el sepulcro… pero no querías grabar en tu alma esas imágenes como el final de una historia, no… ese no era el final y tú, solo tú, amada Madre del alma, tenías los argumentos suficientes como para tener la certeza más absoluta de que ése…ése no era el final…
Te seguimos en silencio, seguramente irías cantando bajito alguna canción de cuna que Jesús te habría escuchado ya en Belén.
Los demás, cabizbajos y aterrorizados por los sucesos, caminábamos a tu lado preguntándonos muchas cosas que se nos venían una y otra vez a la mente.
María, nos pregunta con la mirada dolorosa e iluminada, al mismo tiempo ¿Sabéis que es lo que está sucediendo en esto momentos?
Desde nuestra ignorancia y también desde nuestra incredulidad, como tratando de justificarnos ante tal pregunta, y antes de que pudiéramos contestar, María se nos adelanta y nos dice: “Pues… librando la batalla final, la más grande batalla jamás concebida en todos los tiempos… y saldrá triunfante, lo sé, triunfará sobre la muerte, porque para eso ha venido al mundo, para que tengamos vida, y la tengamos en abundancia.
Y añade casi de inmediato sabiendo y conociendo nuestros corazones, algo que le preocupa, es el dolor de sus Apóstoles y de todos sus amigos. Sabe que sufrimos porque en el fondo del alma, no creemos ni entendemos que Jesús pueda resucitar, no creemos que un simple mortal, por sí mismo, pueda levantarse de la tumba y eso es algo que María, su Madre es precisamente lo que debe corregir.
Nosotros no sabemos quién es realmente el Padre de Jesús, pues creemos que es hijo de José, el carpintero Por eso ella nos tiene que hablar y explicar, para que todo tenga sentido….
De esta manera, no desesperaremos y creeremos definitivamente Señora mía, Madre del alma.
Tú que siempre estas tan preocupada por todos, nos recuerdas: ¿No escuchasteis lo que dijo Jesús antes de partir?, ahora todos sois mis hijos, y por eso tengo que hablaros hoy mismo.
Y quedaste en silencio el resto del camino.
Llegamos a casa de Juan y te dispusiste a esperar, en silencio y oración, la llegada del resto de los Apóstoles que fueron entrando, uno a uno, con la mirada sombría, el temor dibujado en el rostro, pues todos tenían la convicción de que estaban ante un final no deseado, que sus sueños estaban deshechos, que su Amado Maestro había partido para siempre
Y ante la mirada sorprendida de todos, dijiste: Hijos míos, debo hablar con vosotros.
Todos nosotros, Apóstoles y amigos, al verte tan calmada y serena, mirándonos entre sí con mirada compasiva, pensando de nuevo que el dolor te enloquecía más, como te amamos y respetamos, te escuchamos con mucha atención.
A Pedro, Juan, Santiago, Andrés, Felipe, Tomás, Bartolomé, Mateo, Santiago, Simón, Judas hijo de Santiago, comenzaste mirándolos a cada uno de ellos a los ojos, a aquellos Hijos queridos del alma, que han seguido a Jesús hasta el último minuto y les dices: “Él, estoy segura, se llevó en sus ojos el rostro de cada uno de vosotros. Él, os ama de una manera increíble, de una manera imposible para un ser humano común. Como Jesús os ama, queridos hijos, ningún mortal puede amar, pero Jesús puede amaros de esa manera porque Jesús no es un hombre común. Yo quiero y necesito que sepáis esto.
Lo sabemos, Madre, le replicó Juan. Jesús era el Hijo de Dios, pero, él ya no está, se ha ido, yo quiero creer, necesito creer en su regreso, pero el dolor me nubla el alma, Madre querida. Conocemos todos tu sufrimiento y lo respetamos plenamente, hablas de Él como si no hubiese muerto, pues tu dolor de madre es atroz.
María le dice: Juan, hijo mío, veo que no has comprendido plenamente. Yo quiero deciros que Jesús no es hijo de José.
En la habitación se hizo un silencio tan profundo que cada uno podía oír el latido de su propio corazón, miraron a María de una manera extraña, primero como horrorizados pensando quizás en un adulterio, luego, su mirada se fue tornando compasiva, la pobre mujer habría perdido el juicio seguramente.
Ella tuvo que recurrir de nuevo: No me miréis así, no estoy loca, no. Por el contrario, jamás hablé tan en serio. Bueno si, ya lo hice otra vez. Fue hace más de treinta y tres años, en mi pequeña aldea de Nazaret… yo estaba comprometida con José, que era un hombre justo y fue de hecho, el mejor padre terrenal que pudo haber tenido mi hijo Jesús. Por esos días en mi corazón, latía el sueño de toda mujer judía: poder ser la madre del Mesías, pues había escuchado muchas veces el relato de Isaías, “La Virgen está embarazada”, aunque no entendía bien eso de “La Virgen”, pero al igual esperaba, todas esperábamos y una tarde, estando yo en oración sola en mi casa, apareció ante mí un ángel, creedme, jamás habría podido imaginar que fuesen de tal belleza.
Cuando comenzó a hablarme tenía la voz de mil campanas y la pureza de mil cascadas de agua cristalina: “Me dijo que concebiría y daría a luz un hijo, al que pondría por nombre Jesús, el sería grande y sería llamado Hijo del Altísimo, pues Dios le daría el trono de David, su antepasado, reinaría sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendría fin”. También me habló del embarazo de Isabel, mi prima.
Pedro susurro: Esas palabras, fueron las que murmuraste mientras sostenías el Cuerpo del Maestro…
María le contestó: Sí, Pedro, por ello, hijos míos, por este secreto que he llevado en mi corazón durante treinta y tres años, es que os pido, os suplico que no desesperéis, que Jesús resucitará en tres días, tal como os lo dijo tantas veces, Hijos de mi alma. ¿Sabéis cuantas veces me pregunté si debía hablar y cuándo? Mientras vivía mi amado esposo nos sosteníamos el uno al otro, como guardianes del secreto, pero cuando Él se fue y quedé sola, antes del comienzo del ministerio, yo no comprendía cual sería la misión de ese muchacho trabajador, que estaba día y noche en el taller procurando el sustento para los dos. Muchas veces hablamos de Dios, de su amor. Era increíble como su mirada se iluminaba y a veces se entristecía, sobre todo cuando estaba por cumplir los treinta años. Y es que claro, Él sabía el final.
Sus ojos se llenaban de lágrimas al recordarlo…
Mientras María hablaba, los hombres uno a uno, fuimos poniéndose de pie y acercándonos a la Madre, ahora mucho más sentida, querida y admirada Madre. Más que nunca. El primero en acercarse a ella fue Pedro quien, de rodillas ante María, besó su vestido en señal de respeto
María le dijo: Levántate Pedro, no es ante mí ante quien tienes que arrodillarte, sino ante Jesús, yo solo estoy aquí para hablaros de Él.
Pedro la abrazó con amor inmenso.
Así uno a uno, los discípulos los amigos y todos los ahora creyentes, hemos secado nuestras lágrimas y abrazando a María. Desde la primitiva Iglesia hemos estado más que nunca, unidos a la Madre como camino hacia el Hijo. Y aunque quedaba en los corazones el dolor de los últimos acontecimientos, también quizás alguna duda rebelde y empecinada, que seguirán dando vueltas en nuestras almas, hasta el domingo.
María ha encendido en nuestros corazones, la luz de la esperanza. Una luz que será camino para muchos, para todos. El Gran Secreto, ha visto la luz y se ha transformado precisamente en eso, en LUZ.
María, Madre nuestra, gracias por permitirnos compartir este maravilloso momento contigo, gracias por llenarnos de esperanza, de fuerza, y sobre todo, de paz.
Ya no iremos al sepulcro de tu Hijo. No hace falta. Pero te acompañaremos en la mañana del domingo para estar presente cuando María Magdalena nos anuncie que el SEÑOR HA RESUCITADO. Queremos abrazar AL QUE VIVE.
Para ti, Madre querida, dedicarte una plegaria…
Hoy quiero cantarte Señora de los Ángeles, Reina soberana, Madre celestial.
Yo soy una Alondra que ha puesto en ti su nido, viendo tu hermosura te reza su cantar.
Luz de la mañana, María templo y cuna, mar de toda gracia, fuego, nieve y flor.
Puerta siempre abierta, Rosa sin espinas, yo te doy mi vida, soy tu Trovador.
Texto adaptado de María Susana Ratero. Plegaria a Nuestra Señora de los Ángeles de Cesario Gabaraín